RICARDO RUIZ DE LA SERNA,
Mientras la visitamos, suenan las campanas. Esta iglesia tiene los muros oscurecidos por el humo de un incendio terrible que sufrió en 1689 y la dejó arruinada durante años. Tiene 90 metros de largo, muros de 21 metros de altura y una torre cuyo tejado supera los 40. El chapitel rojo brilla desde la distancia como un faro. Estamos ante la Iglesia Negra de Brasov. Hemos llegado a la frontera oriental del gótico. Al este de Viena, esta la última estación antes de entrar de lleno en las formas artísticas del oriente.
Se trata de un edifico imponente y familiar. Desde León hasta Varsovia, estos arcos ojivales y estas naves luminosas nos hablan de un mundo que conocemos, mejor dicho, que nos fue entregado como herencia. Es conocida la relación que Scruton establecía entre el conservadurismo y el agradecimiento por el legado cultural recibido. En esta ciudad, el pasado común de sajones, húngaros y rumanos ha dejado una huella que se mantiene hasta nuestros días. Por eso, tiene tantos nombres: Brassó en húngaro, Kronstadt en alemán y Brasov en rumano, que es el más popular en España.
Fundada por caballeros teutónicos a comienzos del siglo XIII, a quienes el rey de Hungría Andrés II entregó tierras en el sureste de Transilvania, Brasov se pobló de sajones atraídos por los privilegios y fueros de que gozaban entre sus muros. Ellos y los húngaros vivían dentro del recinto amurallado. Extramuros, estaban los barrios y los pueblos rumanos. Huelga decir que estos términos no son exactos aplicados a la Edad Media. Los sajones eran, en realidad, alemanes provenientes de otros territorios además de Sajonia. Entre los húngaros, se contaban los sículos, cuya bandera luce hasta hoy el sol y la luna. No todos los rumanos eran transilvanos, sino que también provenían de Valaquia. No lejos de aquí está, por cierto, el castillo de Bran, al que se suelen referir como “castillo de Drácula”, pero no nos distraigamos con eso. La Iglesia Negra reclama nuestra atención.
Por aquí sopló el viento de la historia con una intensidad formidable. Construido como templo católico en un largo proceso que comenzó en 1383, hoy es la parroquia de la Iglesia Luterana Evangélica de Brasov. Así, se dan cita aquí la belleza del gótico, con su luz y sus arcos, y la tradición coral de las iglesias nacidas de la Reforma. Frente a la iglesia, está la biblioteca que fundó el reformador y humanista Johannes Honterus (1498-1549), cuya memoria honra una estatua. Católicos, luteranos, ortodoxos rumanos, judíos… Este extremo oriental del mundo gótico era un punto de encuentro de los caminos que conducían al Imperio, al Danubio y a Constantinopla. Ya decía Eugenio montes que “hay países, como Portugal, que han nacido para ir por esos mundos de Dios. Otros, como Bélgica, parecen haber nacido para que esos mundos de Dios pasen por ellos […] Portugal es un caminante. Bélgica, tan sólo un camino”. Los portugueses navegaban en naos. Los magiares cruzaron Europa a lomos de sus caballos. Así franquearon los pasos montañosos de los Cárpatos. Así llegó el gótico hasta esta tierra de manos de sajones invitados por un rey húngaro. Thomas Sander (1377-1419), que fue párroco en esta iglesia, vio que ella era una llamada a la salvación para todos los pueblos que por aquí pasaban. La belleza era una de las vías para acercarse a Dios, que no cesaba de buscar a su criatura ni se cansaba de esperarla (y así sigue Él, por cierto).
El interior del templo está decorado por docenas, tal vez debería decir centenares, de alfombras orientales. Luce una imponente pila bautismal forjada en bronce con forma de cáliz donada en 1472 por Johannes Reudel (1449-1499). Tiene un órgano formidable cuyos conciertos congregaban a los miembros de los distintos gremios, que tenían sus asientos marcados por los coloridos dibujos que representaban sus oficios. El viajero puede detenerse antes estos bancos de madera policromada que, no por la utilidad del anuncio, despreciaban la belleza de las formas. Uno de los grandes daños causados por cierto arte contemporáneo, y cuyos efectos aún sufrimos, fue el sacrificio del ideal de belleza en el altar de la revolución, la utilidad o el escándalo. Los escultores de estas figuras cuyas curvas delatan el estilo gótico sabían que a Dios no se le puede ofrecer cualquier cosa. Se dirá que nos separa un abismo de esa sensibilidad. Yo responderé que sólo tenemos que recordarla, es decir, traerla de nuevo al corazón.
Los alrededores de la iglesia justifican un paseo con calma. Vean la plaza del ayuntamiento. Reparen en los colores de las fachadas —el rosa, el verde claro, el azul, las gamas de los grises…— y regresen a sus casas con el recuerdo de un urbanismo y un arte que inspiraban en lugar de asfixiar y que, en lugar de oprimir, elevaban.