JAVIER TORRES,
Toda persona con una escala de valores es un fascista. Eso dijo Luis Buñuel cuando le entrevistó el New York Times para el suplemento dominical. Y razón no le faltaba, sobre todo después de mayo del 68, momento en que occidente y los enemigos de todo lo bello declaran la guerra a cuanto merece la pena conservar. Hasta un revolucionario como Lenin sabía perfectamente lo que pasa cuando se destruyen los pilares de una civilización. «Envilece a la mujer y desharás la familia; deshaz la familia y desharás la sociedad».
Quién podría imaginarlo en 1989, pero las sociedades del Este de Europa constituyen hoy la única esperanza conservadora. En nuestro lado del muro las luces del consumismo han sepultado valores universales y atemporales en todas las latitudes del planeta como la familia, la patria o la vida. Bruselas considera hoy contrario al espíritu europeo las políticas en favor de la natalidad o en defensa de las fronteras que aplican países como Hungría o Polonia. En cambio, el aborto, la inmigración masiva y el multiculturalismo son pilares del sistema.
Así, el occidente materialista no concibe mayor valor que la economía y el individualismo, germen, por cierto, de la ideología de la autodeterminación hegemónica en nuestros días, que igual impulsa el empoderamiento feminista o trans que cualquier pulsión separatista. Es la ideología de la voluntad, del yo, que no por casualidad todos los ideólogos de género parten de Nietzsche, para quien la voluntad es lograr lo deseado pasando por encima de la razón.
Si hay algo que la Unión Europea detesta de Hungría es el modelo de sociedad tradicional que ofrece a su población basado en la recuperación no sólo de valores morales, sino en las certezas materiales que hace medio siglo garantizaban las naciones occidentales: un empleo estable, familia, casa en propiedad, coche, seguridad en las calles… Recetas del pasado incompatibles con el modelo globalista de usar y tirar.
Por eso ningún país colonizado por el globalismo —valga el pleonasmo— es capaz de ofrecer datos como el reciente estudio que asegura que la mayoría de los jóvenes húngaros se ven en 2050 con una vivienda propia, casados, con hijos y residiendo en su propio país. Esta esperanza de la juventud húngara contrasta con el Foro de Davos y su receta para los nuestros: en 2030 no tendrás nada y serás feliz.
El caso de España, país con mayor tasa de paro juvenil de Europa, es paradigmático. Aquí la esperanza en que el futuro siempre sería mejor saltó por los aires una mañana de marzo de 2004 (o quizá tres décadas antes, solo que entonces no lo vimos venir). Desde hace 15 años cualquier joven español que haya salido al mercado laboral no ha conocido una etapa de crecimiento económico estable. Al contrario, se ha encontrado con la precariedad, unos sueldos de miseria y la movilidad laboral, eufemismo bajo el que se esconde el fin del modelo que permitía un proyecto vital vinculado a un empleo estable.
A Merkel, tan alabada cuando se paseaba por colonias como la nuestra, se le ocurrió normalizar la miseria con los minijobs, migajas para licenciados. Quizá nada explique mejor el fin del eje izquierda-derecha que hayamos pasado de esos trabajos basura a los empleados-fijos-discontinuos de Yolanda Díaz sin que los sindicatos rechisten. El consenso entre liberales y la izquierda en todo su esplendor.
Desde luego, la jugada es maestra: si te arrebatan derechos cuando antes te han robado la patria, ¿a quién reclamas ahora? Eso explica por qué las democracias occidentales sienten recelo cuando sus ciudadanos enarbolan la bandera del patriotismo, virtud degradada como el último refugio de los canallas.
Y antes que la bandera occidente enterró la cruz, cuyo vacío es demasiado grande como para no rellenarlo con pseudo religiones como la ideología de género o el cambio climático, dogmas de fe que las élites imponen al pueblo. «La guerra nuclear no es peor que el cambio climático», dice el secretario de Estado de los EEUU, Tony Blinken, el mismo que aseguró que era «desinformación rusa» las noticias sobre el contenido (pedófilo, pornográfico, drogas…) aparecido en el portátil de Hunter Biden.
Por supuesto, quien se atreve a reaccionar con fuerza —no digamos física— contra los responsables de empujar a nuestra civilización al precipicio es un fascista, palabra que sigue dando mucho miedo, de modo que la única manera de evitarla es cruzarse de brazos ante el suicidio colectivo. Ni empujar ni ponerse delante, mejor de perfil, que en eso consiste el pacifismo. En realidad, este pacifismo son los grilletes que el sistema le pone a quienes reivindican el derecho a la legítima defensa.
Nadie lo ha explicado mejor que don Quijote de la Mancha, que reclama tomar las armas en cinco casos: «Los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria».