ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
Como todas las personas interesantes y arriesgadas, el flamante y flamígero Milei es un tipo complejo. Los que no se alegran nada de su victoria me recriminan que está de acuerdo con la compraventa de órganos (un día tendré que hablar del juego que da mi moral a quienes no la comparten). Pero como me lo dicen sin acritud y quizá de buena fe, compensa contestar. Claramente, yo no soy partidario de la compraventa de órganos, ni siquiera con todas las matizaciones teóricas y prevenciones prácticas que expone el libertario Javier Milei. Yo creo que la comunidad y el Derecho tienen la obligación moral y jurídica de defender a toda persona también de los ataques a su dignidad que provengan de sí misma.
Sin embargo, en los errores hay también jerarquías que permiten articular los análisis con el recto juicio moral. Cuando cuento que para Dante —el escritor católico y medieval por excelencia— el pecado menos grave de todos era, sin duda ninguna, la lujuria, veo en algunos de mis interlocutores un brillillo en los ojos. A veces he tenido que explicar rápidamente que eso no le quitaba gravedad a la cosa. Ahí están dando vueltas eternamente los hermosísimos Francesca de Rímini y Paolo Malatesta en el Inferno. Poca broma, por tanto; pero lo cierto es que, basándose en Aristóteles, en santo Tomás de Aquino y en su sentido común, Dante entiende que mucho peores son el engaño, la crueldad o la traición que el amor arrebatador y vertiginoso.
Contra lo que piensa el tópico, la ortodoxia no es granítica, sino una escuela de sutilezas felices y equilibrios prodigiosos. Lo de Milei también admite círculos, digamos. No acierta cuando admite, como libertario que es, la compraventa de órganos para trasplantes. Y acierta esplendorosamente cuando reniega, como libertario que es, del aborto.
Milei, al ser partidario de someterse siempre y en todo caso a los derechos y la voluntad del individuo, hace un enfoque quizá no más acertado ni más sólido que el mío (humildemtne), pero sí más impactante y atractivo para el mundo líquido de hoy. Javier Milei está contra el aborto porque reconoce (como hacen todos los científicos) que el feto es otra vida y, por tanto, no se puede eliminar por la voluntad de un segundo individuo, aunque sea su mismísima madre. El individuo es sagrado, y tanto que por eso Milei defiende también su propiedad sobre sus órganos.
Con la eutanasia ya me había escandalizado yo por algo parecido. Sin estar a favor, me he preguntado a menudo cómo era posible que los países occidentales admitamos con muchísima más facilidad el aborto que la eutanasia, para la que siempre arrastramos los pies. En el aborto se elimina a un ser humano que quiere vivir, como demuestra su resistencia a ser abortado; y en la eutanasia se elimina a un ser humano que, en principio, está deseando acabar consigo mismo de una vez. ¿No debería marcar eso, como en el Inferno de Dante, una diferencia moral? Todavía más. ¿Cómo es posible que la policía, los bomberos e incluso un héroe anónimo que pasaba por allí intervengan sin pensárselo para evitar un suicidio y que ese mismo policía te multe o te detenga si estás rezando en silencio en los alrededores de un centro abortista? Un libertario no podría jamás entenderlo y, en este caso, yo con él tampoco.
En definitiva, la postura de Milei hace y hará muchísimo bien a la causa de la vida por su coherencia libertaria a prueba de demagogias y por su pizca de escándalo, que el mundo ensordecido de hoy en día a los debates morales necesita. Con su enfoque distinto, demuestra que son muchas y diversas las razones para estar radicalmente en contra del aborto.
Esta dinámica de matices y análisis que nos permite la ortodoxia y la jerarquía de bienes esenciales, también explica que, a pesar de las diferencias ideológicas evidentes, uno pueda compartir la alegría y la esperanza de la Argentina, si las elecciones de octubre reafirman la victoria de Javier Milei. Gobernará alguien que sabe muy bien que la vida es el primer derecho humano y la base de todos los demás. Cuando toque discutirle otros enfoques, lo haré; pero salvemos siempre el bien (el bien, además, vigoroso y bien armado dialécticamente), que no andamos sobrados.