JOSÉ JAVIER ESPARZA,
Salvo que algún gesto de gracia divina lo remedie, en España va a pasar algo asombroso, único, verdaderamente digno de estudio, a saber: el país va a quedar abiertamente en manos de sus enemigos objetivos. Porque no hay otra palabra para definirlos: separatistas que meten a terroristas en sus listas a modo de homenaje gremial al crimen, otros separatistas que dan golpes de estado para segregar a una región y huyen de la justicia, gobernantes que entregan la política del país a la única potencia (Marruecos) que ha declarado ambicionar parte del territorio nacional… A esto lo llaman, y no jocosamente, «mayoría de progreso».
Podríamos explayarnos largamente sobre las circunstancias del caso, que en términos políticos clásicos no tiene otro nombre que traición. Pero en realidad lo notable no es esto, sino el hecho incontrovertible de que a media España le parece bien y a otra gruesa porción le importa un bledo. Luego están, también, los que dicen que «no se puede hacer nada», o sea, los «abandonistas». Y renglón aparte merece la augusta persona, el rey, que tiene que formalizar el trance y que, mejorando el famoso dicho de Lenin, no va a vender, sino que va a regalar al verdugo la soga con la que le ahorcarán. ¿Quién da más?
¿Cómo hemos podido caer tan bajo? En el quinquenio de Sánchez hemos visto cosas asombrosas: suelta de violadores, abusos de poder inauditos, despotismo gubernamental, compadreo con los terroristas, sumisión del país a Marruecos, encarecimiento brutal del coste de la vida, corrupción a mansalva… No es necesario precisar la lista. Son cosas que la gran mayoría de la gente no ignora. Algunas de ellas las hemos sufrido todos y cada uno de los ciudadanos. No es verdad eso de que «la gente no lo sabe». ¡Claro que lo sabe! La gran pregunta, precisamente, es por qué hay una porción nada desdeñable del país que considera que esto no es importante y que, a pesar de todas las evidencias, prefiere votar con Txapote, por utilizar la popular figura. Y aquí es preciso hacer algunas consideraciones antipáticas, porque nada sería más necio que esconder la cabeza debajo del ala.
Un país embrutecido
España es un país ostensiblemente embrutecido. Las causas son numerosas. Una no menor —en absoluto menor—, aunque tal vez no sea la primera, es la decidida contribución de las televisiones del duopolio, es decir, Mediaset y Atresmedia, al entontecimiento masivo de los españoles. Son muchos años —veintitrés, si no recuerdo mal— de basura audiovisual, de destierro de toda inteligencia, de encanallamiento de la moral ciudadana y de entrega de la programación a productoras tan movidas por el negocio como por su ideología de extrema izquierda o separatista. Esto nos lleva a otra de esas numerosas causas, a saber: la connivencia del mundo del dinero —sí, todas esas grandes firmas que usted está pensando— con la degeneración nacional. Con muy escasas excepciones —y éstas, discontinuas—, la gran empresa y la gran banca españolas siempre han estado al lado de los disolventes y nunca de los agregantes. Esto no ha sido así porque se trate de gente especialmente torva —aunque de todo habrá—, sino porque el mundo del dinero y el mundo del poder político comparten cama en España desde hace mucho tiempo, y el poder político, en nuestro país, también ha apostado siempre —siempre, e incluyo al PP— por privilegiar a los disolventes.
Esta es otra de las causas de nuestra triste hora de hoy: el Estado, en España, nunca ha aspirado a construir una sociedad con conciencia nacional, sino que sistemáticamente ha optado por favorecer a todas las tendencias que empujaban hacia abajo (o hacia afuera). Basta pensar en el discurso monocorde de todas aquellas factorías culturales que dependen del Estado como, por ejemplo, el cine llamado «español». No hay industria cultural más subvencionada que el cine en nuestro país y no hay tampoco discurso más insistentemente antinacional que el de «nuestro» cine. ¿De verdad queda alguien que piense que es casualidad? Y el poder político, ¿por qué ha favorecido siempre a los enemigos de la supervivencia nacional? ¿Acaso por afinidad de objetivos? O sea, ¿Rajoy y Wyoming, el mismo combate?
Vocación de suicidio
No: ocurre que el poder político, quiera o no, siempre es tributario del poder cultural, y éste, en España, le fue gozosamente entregado a la izquierda y al separatismo desde el alba de la transición y ahí sigue, predicando todo el día sus sermones sobre lo que está bien (lo de ellos) y lo que está mal. Huelga decir que la derecha nunca consideró importante dar aquí batalla alguna, al revés. De hecho, sus fábricas de opinión oficiales están en manos de empresas que al mismo tiempo patrocinan a los medios de izquierda. El otro día leí a un señor que es columnista en el ABC, y que habla como si fuera «de derechas», explicar que él «no cree en la batalla cultural». Claro: por eso escribe en el ABC. La hegemonía cultural consiste en eso: no es sólo que tu voz se oiga más alto que las otras, es también, y quizá sobre todo, que las voces opuestas se lo piensen dos, tres, cuatro veces antes de hablar, y que al final no hablen. Y esto, por cierto, no es algo que afecte sólo a las factorías de la opinión, sino que se extiende también a todos aquellos que por su posición social podrían tener voz en la vida pública y que, por la presión ambiente, prefieren callar o balar con el rebaño: jueces, médicos, artistas, militares, sacerdotes, profesores, qué se yo.
Profesores. Habrá constatado usted que, en la enumeración de las causas de nuestro embrutecimiento, he dejado para el final lo que mucha gente habría puesto al principio: la educación. Es porque, en realidad, eso que se llama educación, es decir, los sistemas de enseñanza, no son causa, sino consecuencia. Una sociedad con vocación suicida, donde los poderes cultural, político y económico coinciden en alentar la disolución de todos los lazos, generará de manera casi espontánea un sistema de enseñanza suicida. Un sistema, por ejemplo, donde se penalice el mérito y el esfuerzo, la ideología dominante se convierta en asignatura transversal, las Humanidades sean desterradas y la Historia se reduzca a un relato regional «políticamente correcto». Este sistema, a su vez, contribuirá a intensificar la dinámica suicida del conjunto. Al cabo de una generación, las «élites» del país habrán sido ya formateadas. En realidad, lo prodigioso es que siga habiendo tanta resistencia.
Y por todo eso, en fin, y seguramente otras muchas cosas más, estamos en un país donde una buena porción de nuestros conciudadanos considera que merece seguir gobernando un tipo dispuesto a soltar violadores a la calle, supeditar la soberanía nacional a Marruecos y entregar el destino nacional a partidos racistas, golpistas y criminógenos.
Lo esencial es esto: a lo que nos enfrentamos hoy no es sólo a un déspota capaz de vender a su madre para permanecer en La Moncloa, ni tampoco (sólo) a un declarado contubernio de la izquierda y el separatismo para desmantelar la España constitucional. No. A lo que de verdad nos enfrentamos hoy, lo que nos ha traído hasta aquí, es un auténtico complejo de poder que baña todas las esferas del Estado, públicas y privadas, y que crece a costa de nuestra ruina. Desmontar ese monstruoso tinglado es la tarea más excitante que jamás pudiera imaginar una generación.