HUGHES,
En Poquita fe, la serie de Raúl Cimas, hay una buen retrato de la vida en pareja. No solo es ese tedio de dos que uno acaba prefiriendo a cualquier cosa; hay también un momento concreto, bien captado, en el que la pareja protagonista, tras mucho discutir, se agota. Cae rendida. Caen los dos extenuados, en un cansancio en el que ya no queda nada por decir ni ganas de decirlo. Se acaban las palabras y los dos, sentados en el sofá, miran al infinito de la tele apagada.
Las discusiones muchas veces finalizan así y la pareja queda como una Coca-Cola desventada, preguntándose qué fue el origen de todo y si, finalmente, importaba algo.
Las parejas capaces de discutir hasta el final, maratonianos del dime y el direte, tienen un plus, algo más. Echan fama de «tóxicos» (da un poco de vergüenza común, parejil, descubrir la propia toxicidad, que acaba siendo, de todos modos, una especie de criatura endemoniada que alimentar o un vicio compartido), pero no se quieren menos. Simplemente, hay parejas que son problemas sin solución, puzzles desdentados. ¿Qué otra cosa pueden hacer sino discutir?
Discutir hasta el agotamiento es pasarse la última fase del juego y descubrir que no hay nada más, o pasar la noche en vela y ver la oscuridad abrirse al día. Al drama le sucede una especie de gran momento banal.
En el fragor, las discusiones son como réplicas de monologuistas: habla uno, saca sus mejores armas persuasivas, los énfasis, los tropos, las dramatizaciones y cuando cree que ya está, que ni Lincoln en Gettysburg, llega la rival, duelista mímica que ha ido acumulando ganas y malinterpretando todo lo dicho. Gran parte de la energía discutidora se emplea en puntualizar las premisas.
Tiene algo de duelo interpretativo, de jam argumental, de uno contra uno, de gran final de club de debate en el que diremos todo salvo aquello que el otro desea escuchar.
Si observáramos las discusiones en silencio, veríamos manos moverse, rostros crispados, cataratas de gestos como de youtubers en fast forward. A veces sucede en los semáforos: parejas desatadas en el coche empañando a gritos los cristales.
Gritar es malo, y probablemente sea ya hasta delito, pero el silencio tampoco es bueno y ahora está considerado micromachismo. Sumirse en el mutismo castigador o en el mutismo sin más se considera una forma de violencia contra la mujer.
Lo mejor es hablar y hablar, exponer las incansables razones hasta perder uno mismo el hilo. Si los dos perseveran lo bastante, tras la fase Quién teme a Virginia Woolf llegará el desfallecimiento, y ese cansancio, como un premio final a la constancia, disolverá los egos, quitará hierro a los agravios, relativizará mucho las cosas…
La pareja discutidora alcanza, de repente, una cima de nihilismo en la que el enojo o la incomprensión han desaparecido sin que haya llegado aun el amor. Es un vacío, una especie de claro del bosque donde se atisba el gran sinsentido de la vida.
Entonces, es probable que alguien diga, y será lo más parecido a un acto de rendición: ¿quieres un yogur?