HUGHES,
No es el I have a dream, ni el Gettysburg de Lincoln pero el reciente discurso de Trump en Anaheim, California, es una obra maestra y una revolución del género. Este penúltimo discurso de Trump es la síntesis de su oratoria con el stand up, el monólogo de comedia. Trump es un orador cómico. Su populismo no es tremendista, sino de comicidad, llega por el espectáculo. «A mi mujer no le gusta que lo haga, dice que no es presidencial… ¡pero a la gente le encanta!». Y entonces hace imitaciones o se pone a bailar su YMCA.
Cuanto más grave es la situación, más cómico resulta, menos énfasis pone, más hilarante es su mensaje. Trump despacha con gags temas de gran calado cultural, y los va ensartando como en un número inacabable. Son especiales de hora y media. Trump es el último cómico que queda por cancelar y de esa forma hace comprensiva la actualidad. No con conceptos, con anécdotas jocosas. Habla, por ejemplo, de los problemas de un político amigo suyo para ir a Washington en coche eléctrico, y cómo se pone de los nervios porque se para todo el tiempo. «Cuando cargas el coche eléctrico eres feliz, pero a los diez minutos, es un drama porque solo piensas en dónde pondrás recargarlo»; habla de los problemas de las industria naviera, porque la obligación eléctrica se extiende a los barcos. «Si un barco se hunde hay que elegir: ¿los tiburones o electrocutarse?». Tras lo jocoso, hay algo muy serio: los puestos de trabajo de la industria y el voto sindical que se disputa con Biden en algunos estados.
Pero donde su humor está siendo más útil es en lo relativo a lo trans, reducido al absurdo en el deporte femenino: Trump imita a la levantadora de pesos que compite con un hombre, calca su impotencia frente al fortachón haciendo ruiditos de levantapesas; o habla del nadador convertido a mujer que gana sus competiciones y aun le da tiempo para irse a almorzar y volver; o revela, entre risas, su intención de dejar el «negocio presidencial» para convencer a LeBron James y cuatro amigos suyos de «transicionar» y formar así un equipo de baloncesto femenino que sería «invencible para siempre».
Cuanto peor están las cosas, más humorístico y agradable es escuchar a Trump. No tiene televisiones, pero tiene sentido del humor. Pone motes a los rivales, como «Crazy» Nancy Pelosi o Adam «pencil neck» Schiff, cuello de lapicero, «el hombre con el cuello más pequeño del mundo». Cuando quieren acabar contigo, y no tienes armas apenas, ¿no es lo mejor reírse? Así cuenta que los demócratas no quieren el DNI para votar, pero que para participar en sus convenciones es necesario «ir con un cartelón colgado y foto, huella dactilar… Hasta es posible que pidan el número de la Seguridad Social». También es imbatible cuando comenta la preocupación medioambiental de demócratas y neocons republicanos: «¿Pero cuánta huella de carbono deja bombardear a todo el mundo?».
Sigue viva la trilogía trumpiana: elecciones amañadas («los expertos me dijeron que con 63 millones de votos ganaría, saqué más de 70, pero a las tres de la mañana…»), «open borders» y persecución personal de la izquierda que él llama «radical left lunatics», y añade: «comunistas y fascistas». Trump alude indistintamente a una izquierda fascista y otra comunista, y la considera una alianza de «liars, losers, creeps, perverts and freaks» (mentirosos, perdedores, repulsivos, pervertidos y friquis).
Ayer estaba en un juicio. Le han lanzado en contra los medios, las agencias federales, el Congreso, la Administración, el deep state y por supuesto los circuitos judiciales. Y el Rusia, Rusia, Rusia que en realidad era Hunter, Hunter, Hunter. Pero Trump ha decidido reírse como en 2016, sin perder la raíz popular en lo serio: trabajo, Constitución, seguridad. «Cuando alguien entre en una tienda a robar, ha de saber que se arriesga a recibir un disparo al salir». Los republicanos californianos se entusiasmaban al oírlo. ¡Trump, Trump, Trump! En un momento del debate, imitó a Biden. Miró a un lado del escenario, «este estúpido escenario», miró a otro, y se dio la vuelta, desorientado, dando la espalda al público, vacilante como Biden, convertido en Biden. Era ya un actor, mejor, un bromista consumado. Retrataba al rival político, la viva imagen de la debilidad paulatina del poder ejecutivo, y a la vez, se relacionaba de otra forma con el público. Usaba la tribuna del orador, en sus 360 grados; daba la espalda, teatralizaba, y en lugar del antagonismo altisonante ofrecía una simple imitación.
Mediante la hilaridad, Trump lidera, conforta, da sentido y hasta una esperanza de alternativa. ¿Tiene el humor un contenido político? El humor de Trump está sirviendo para reírse del establishment, uno por uno, para conectar con el sentido común y la experiencia de la gente y para sostener instituciones, costumbres, leyes, casi diríamos que un mundo. En la comicidad de Trump hay a la vez una insurgencia total y una confirmación de cordura. A veces parece que sus bromas son lo único que queda contra el golpe de Estado mundial.