ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
El tiempo que tenía para escribir este artículo de La Gaceta me he escapado a la presentación en Jerez de la Frontera del libro El sueño cumplido, de Eloy Sánchez Rosillo. La travesura ha resultado muy gratificante, como cuando hacíamos novillos en el colegio o en la universidad. El disfrute en estas ocasiones es doble. Por el libro y por la libertad. En este libro del poeta Sánchez Rosillo, uno de los más valiosos de nuestros poetas actuales, se reflexiona sobre la poesía y sobre su poesía, pero, en realidad, es un libro sobre la alegría de la vocación cumplida, del trabajo bien hecho y de la vida lograda. Se respira en él otro aire y a pleno pulmón.
Son cosas que nos hacen muchísima falta a los españoles de hoy. Si yo hubiese dedicado mi artículo a la política o a la economía o a la educación o a la demografía o a la seguridad o a la inmigración ilegal no me habría quedado más remedio que escribir un texto malencarado y pesimista. Sin embargo, Sánchez Rosillo vuelve la vista atrás y ve su obra poética ya casi terminada y bien terminada y nos contagia su plenitud inacabable. Es el espíritu del poema «Alto jornal» de Claudio Rodríguez: «Dichoso el que un buen día sale humilde/ y se va por la calle, como tantos/ días más de su vida, y no lo espera/ y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto/ y ve, pone el oído al mundo y oye,/ anda, y siente subirle entre los pasos/ el amor de la tierra, y sigue, y abre/ su taller verdadero, y en sus manos/ brilla limpio su oficio, y nos lo entrega/ de corazón porque ama, y va al trabajo/ temblando como un niño que comulga/ mas sin caber en el pellejo, y cuando/ se ha dado cuenta al fin de lo sencillo/ que ha sido todo, ya el jornal ganado,/ vuelve a su casa alegre y siente que alguien/ empuña su aldabón, y no es en vano».
Parecía imposible subir más el gozo de la jornada, pero Sánchez Rosillo recordó a Ramón Gaya, y lo subió. Ramón Gaya es un pintor excelente que todos deberían conocer más. Es la prueba palpitante de que otra modernidad –así tituló Miriam Moreno su ensayo sobre el pintor murciano– es posible, además de necesaria: una modernidad hecha de talento, de respeto a la tradición y de exigencia creativa. Busquen sus cuadros en internet. Bien, pues Eloy Sánchez Rosillo nos contó que muchas tardes iba a recoger a Ramón Gaya a su hotel y que éste le enseñaba el trabajo del día. Si estaba satisfecho, cosa que naturalmente sucedía a menudo, Gaya, exultante de vocación cumplida, de creación cuajada y de servicio prestado, se ponía a canturrear y bailotear flamenco. «Yo vengo de Hungría, yo vengo de Hungría», cantaba por Bernardo el de los Lobitos o por La Niña de los Peines, a la que el pintor admiraba muchísimo. Eloy escenificó en el aire el gesto saleroso de Gaya, tocando los palillos mientras cantaba.
La alegría de Gaya (y de la Niña de los Peines) se trasladó al ambiente. ¿Cuánto tiempo hace que no rompemos a canturrear de pura alegría? ¿Y cuánto que no lo hacemos ante un trabajo nuestro bien terminado? Yo recuerdo a mi abuelo también cantando por la bajini de pura alegría. Ahora apenas cantamos. Todo se nos queda en suspiros y quejumbres. Pena que no exista un felizómetro para medir cuánto de alegría natural, sencilla, cotidiana hemos perdido los españoles en los últimos decenios. A ojímetro, parece que más de la que nos deberíamos permitir. ¿Vamos al trabajo temblando como un niño que comulga? ¿Salimos de él, aunque cansados, cantando por bulerías, satisfechos, pletóricos?
Pocas resistencias mejores y más frontales al mundo actual que la alegría, que la vocación, que el trabajo a conciencia. Yo no pensaba hablar de la actualidad, y no lo voy a hacer, pero es que, para enfrentarse a ella, conviene salirse de ella. Dejar que brille limpio nuestro oficio. Lograr que empuñemos el aldabón de nuestra casa y que no sea en vano. Conseguir que cantemos, arsa, entre dientes, tan inmunes, tan contentos.