ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
Hay un poema de Miguel d’Ors en el que enumera un buen puñado de razones por las que preferiría que, a pesar de sus indudables méritos, no le dediquen nunca una calle. Entre sus razones: «Quién sabe/ dónde iría a parar mi pobre nombre./ No iba a estar mi recuerdo mosqueado/ si le plantan al lado un puticlub,/ una herriko taberna o hasta puede que un banco». Pero la más segura de todas sus razones en contra del honor callejero es que enseguida le quitarían la placa. Eso ha pasado con el estadio que llevaba el nombre de Alfonso Pérez en Getafe. Han bastado unas declaraciones ni siquiera demasiado políticamente incorrectas y el ayuntamiento, las peñas y el club le han quitado el nombre de un plumazo. ¡Cómo se atreve a decir que el fútbol masculino interesa más que el feminino! ¡Eh!
Esto ocurre cada vez más y seguirá ocurriendo, en un frenético empeño en que todos digamos que 2 más 2 son 5 o 3, esto es, lo que mande el poderoso del momento y su opinión cambiante. Razón de más para no callarse. Es el momento, ahora o nunca.
Primero, porque a la censura hay que cansarla. Si no, se crece. Nuestra rebelión de hoy nos evitará la servidumbre del mañana. Además, para tender puentes, como se nos invita tanto, no queda más remedio que afianzarte en la orilla de tus creencias, hundir las zapatas en tu tierra firme, en el terreno rocoso, con cimientos de hormigón armado. Los puentes flotantes, no tienen fundamentos ciertos en sus extremos, se vienen abajo.
Una vez que el puente se sostiene, tiene que ser doble sentido, recorrerse en ambas direcciones. Con quien se discute se tiene al menos en común la idea de que existe una verdad. Eso permite un diálogo. El relativismo oficial, en cambio, ni eso. Es estéril, es peligroso y, además, es mentira. Estéril porque si todas las opiniones valen lo mismo, ¿para qué me voy a tomar la molestia de escuchar a nadie si ya tengo la mía que, como mínimo, es mía y, por lo tanto, más cómoda. Peligroso, porque si no se puede convencer a nadie, al final habrá que vencerlo. Los argumentos que no convencen se imponen, como le ha pasado a Alfonso Pérez y a su estadio getafense. De lo que se deduce que el relativismo es mentira: sólo vale para que no les discutas a ellos sus ideas, pero no para que ellos no te impongan las suyas.
Ante esta situación, alguien tan moderado como Juan Claudio de Ramón defiende el lanzallamas. Reconoce que él puede ser tan comedido como es porque hay personas en la frontera que mantienen a raya lo políticamente correcto con su lanzallamas de opiniones infumables y posturas inflamables. Se le agradece la elegancia del agradecimiento y, aprovechando la idea, yo propondría el trabajo en equipo. Que cada cual tuviese su pequeño lanzallamas de bolsillo en aquello que más le preocupe o inquiete y que, en el resto de cosas, sea el más mesurado. De modo que el coste social y cultural de vigilar la frontera de la libertad nos lo repartamos entre todos, equitativamente. Eso exige un respeto por todo el que tira de lanzallamas, aunque no sea en nuestra batalla. Todo lo que agrande la ventana de Overton nos hace más libres.
Recordar a Dante es —siempre— una manera de relativizar los problemas. En este caso, te demuestra que la cancelación y el miedo a decir la verdad han existitido siempre. En el mismísimo Paraíso, en el canto XVII, Alighieri confiesa a su tatarabuelo Cacciaguida que no sabe si contar en la Tierra todo lo que ha visto en su viaje por el Más Allá o callarse, porque molestará a los poderosos y «no vaya a perder otros puestos por mis versos». Dante sabe que: «He visto cosas que si las repito/ amargarán a muchos paladares». Pero sabe también que callarse tiene un precio: «Si me muestro como amigo tímido/ de la verdad no viviré entre aquellos/ que a nuestro tiempo llamarán antiguo». Quien no dice la verdad, por miedo a las masas, pasa como las modas. A Dante, su más ilustre antepasado, el único armado caballero, que fue a las cruzadas con el emperador y que allí murió mártir, le deja este mensaje: «Declara tu visión abiertamente/ y deja que se rasquen los sarnosos». Y remata Cacciaguida: «Y esto es causa de honor y no pequeña».
Así que, lanzallamas de bolsillo y confianza dantesca en el espíritu, digamos la verdad sin miedo a la cancelación. Me haría gran ilusión que le quitasen mi nombre a una calle. Eso significaría que antes me la habrían puesto. Y, más importante («causa de honor y no pequeña»), significaría que he dicho la verdad sin miedo.