IVÁN VÉLEZ,
A diferencia de lo ocurrido hace seis años, nadie tomó ayer el testigo de Borrell para comparar a los manifestantes con el público del circo romano. En esta ocasión, nadie afeó el «¡Puigdemont, a prisión!» que inundó las calles de Barcelona. A pesar de los esfuerzos disuasorios realizados por los medios afines, pese al encubrimiento del ejército de sicofantes que tratan de anestesiar más, si cabe, a los votantes frankenstein, la manifestación de Barcelona, también la de Sevilla, ha sido todo un éxito de participación. Sin embargo, pues la autocrítica es más que necesaria en un momento tan grave como el actual, es obligado abordar algún aspecto concreto de la jornada barcelonesa.
Sorprende especialmente la presencia de la bandera de la Unión Europea pues es en el corazón de esa Europa donde vive plácidamente desde hace seis años el golpista al que ahora pretende alfombrar su camino de retorno Pedro Sánchez. Manoseado recientemente en Bruselas por Yolanda Díaz, esa persona que, según la vicepresidenta, «está fuera del país», palabras que en su día hubieran valido para un delincuente mucho menor como El Dioni, eleva cada semana el precio por mantener al doctor Sánchez en La Moncloa. Confiar en que el freno a la balcanización de España pueda venir de semejante instancia es suponer demasiado pues, a diferencia de lo que ocurre en nuestra nación, algunos de sus miembros no admiten que un conjunto de conciudadanos se organicen legalmente para consumar un robo como el que trataron de perpetrar Puigdemont y el conjunto de indultados, considerados, desde el golpismo más exaltado, como una colla de flojos de pantalón.
El ejemplo más cercano es Portugal, cuya Carta Magna establece que: «No podrán constituirse partidos que por su designación o por sus objetivos programáticos tengan índole o ámbito regional». Leído por cualquier izquierdista español, este artículo convierte, pavlovianamente, a Portugal en un Estado fascista, calificativo que sólo se podría eludir si se considera que la nación vecina es una sustancia megárica, una realidad cultural e histórica megalítica sin matices, sin pluralismo alguno. Para salvar a Portugal de tan negativa etiqueta habría que considerar que el Algarve es idéntico a Oporto, que Lisboa es lo mismo que Madeira pues, de lo contrario: ¿cómo concebir que no existan partidos apoyados en supuestos agravios históricos?, ¿cómo asumir que en Portugal hay una única lengua no impuesta sobre lenguas paradisiacas que, como el vascuence antes de su normalización, fueron vascuences hablados en un Paraíso plural?
Para el votante promedio izquierdista, más vale vivir de espaldas a Portugal, pues de mirarlo de frente se hallará ante la insoportable realidad de otro artículo de su Constitución, de inequívoca impronta socialdemócrata, de redacción postdictatorial, en el que se lee lo siguiente: «Los partidos políticos no pueden, sin perjuicio de la filosofía o ideología que inspiran a su partido, programa, utilice nombres que contengan expresiones directamente relacionadas con cualquier religión o iglesia, así como emblemas que puedan confundirse con símbolos nacionales o religioso». Teniendo este artículo en cuenta: ¿cómo encajar en Portugal un partido como el PNV, siempre cortejado por el bipartidismo, cuyo lema es «Euskadi y Ley Vieja»?
El espejo portugués devuelve a ese votante que ahora se excusa arguyendo que Sánchez no llevaba en su programa la ley de amnistía, una desagradable imagen: la de quien es capaz de colaborar en la balcanización de España a cambio de un rato más de poder. La de quien consiente, en aras de supuestos y antidemocráticos derechos históricos, establecer desigualdades entre españoles. Dóciles, siempre dispuestos a excusar al PSOE que ha configurado la España autonómica y asimétrica, los votantes frankenstein esperan, ansiosos, que el Tribunal Constitucional configurado por Sánchez ajuste, al modo de un togado Procusto, el enjuague al que se llegue con el golpismo. Al cabo, la falta de una reflexión crítica acerca del contexto e intereses en los que se redactó la Carta Magna permite a muchos partidarios de una amnistía, pero también a un gran número de oponentes, invocar el «espíritu de la Transición».