ESPERANZA RUIZ,
Desde la Guerra del Golfo los conflictos bélicos se viven en riguroso directo. Hay cámaras in situ que retransmiten durante 24 horas, con videovigilancia de cajero automático, cualquier atrocidad que ocurra ante ellas.
Desde el 7 de octubre, la información y las imágenes de muerte son en vivo. Y sin descanso. Conocemos todo lo que interesa que conozcamos. Desde los primeros momentos de los ataques de Hamás fuimos situados en un escenario festivalero de jóvenes que bailaban en una rave en la frontera de Gaza. Hemos visto a cientos de personas huir campo a través mientras eran tiroteadas. Conocemos el nombre y la vida de una chica torturada y vejada, exhibida en una camioneta por los terroristas. Conocemos a los padres de otra secuestrada en una moto y los llantos traumáticos de niños gazaitíes. Conocemos el mensaje de Biden. Tenemos pistas de las acciones reales de la Administración norteamericana. Hemos visto el abrazo entre el ministro de Exteriores iraní y el líder de Hamás en Catar. Desconocemos el arsenal nuclear de Irán y sólo podemos presumir el de Israel. Conocemos lo que opina la izquierda política y mediática española. Conocemos la postura de la derecha política y mediática española. Conocemos los países que han firmado el comunicado de apoyo al Estado hebreo. Y los que no. Reconocemos la suerte de Sánchez que, bien por un piquito, bien por una guerra, siempre perpetra sus trapacerías en paz. Se emborrona un poco nuestro conocimiento con las noticias de decapitación de bebés. Desconocemos cómo va lo de Ucrania. Hemos visto a Úrsula von der Leyen refugiándose en un búnker de Tel Aviv sin despeinarse el cardado. Conocemos los llamamientos a la Yihad con cita previa. Esperábamos atentados islamistas en Europa para el viernes 13 de octubre como cuando esperábamos que el coronavirus, que «estaba» en Italia, llegara nuestro país.
La concurrencia de las emociones para excitar pasiones no es una novedad, como tampoco lo es la utilización de la propaganda como un arma de guerra. Sin embargo esta estrategia sentimental-informativa tiene una doble cara. La indignación privada y pública ni está ni se le espera ante genocidios que sufren un apagón informativo deliberado. La humanización de la víctima de primera clase, por la vía del conocimiento, tiene su contraparte en la deshumanización de aquella que no interesa, por la vía del ostracismo.
El clivaje islamofobia/antijudaísmo ha provocado un partidismo futbolero que encuentra acomodo en las conciencias de creyentes, ateos y mediopensionistas pero que no tiene correspondencia en la masacre de cristianos, religión más perseguida en nuestros días.
Tengo a mano Testigos de un genocidio (CEU Ediciones, 2020). Su autor, el periodista Jaume Vives, viajó a Irak en 2015, incrédulo ante unas noticias que sólo veía en digitales católicos. Visitó la llanura de Nínive caída bajo el poder del Dáesh en 2014 y encontró ciudades arrasadas e iglesias profanadas. Habló con religiosos que se resistían a abandonar Irak mientras quedara una sola familia cristiana. Entrevistó al padre de un niño despedazado por el bombardeo del Estado Islámico en Qaraqosh. Contó el secuestro de una niña de tres años, Cristina, a manos del conductor que debía evacuar a la familia a la ciudad de Erbil. Se fotografió con el padre Douglas, un sacerdote de Bagdad que había sufrido disparos con un AK-47 mientras celebraba misa, secuestros y palizas durante horas en las que le rompieron todos los dientes, varias costillas y algunos huesos. Con todo, rezaba el Rosario ayudándose de las cadenas de su cautiverio. Narró el éxodo de 120.000 personas a través del desierto hasta el Kurdistán; el exterminio y resistencia de la Iglesia de la sangre y los mártires.
No hay vídeos repetidos hasta la saciedad en las redes sociales ni en la televisión que expliquen la desaparición de la fe cristiana en Judea; que se asomen al abismo de Armenia; que contabilicen los católicos asesinados o que sufren persecución extrema (mutilaciones, violaciones, esclavización) en el África subsahariana —con especial ensañamiento en Nigeria—-, China, Corea del Norte o Nicaragua. Suman 360 millones de personas.
Parte de la culpa de que esto sea así es de los propios cristianos, por supuesto. De una secularización que ocurre por dejación de funciones, y no sólo de Roma. De una fe tibia, folclórica y social en Occidente. De aquéllos que piensan que a sus hijos les salvará la «civilización occidental» o la «democracia». Que se confunden de mesianismo. Parte de la culpa la tienen los que aún no han entendido que a un cristiano sólo le salva un Crucificado.