RODRIGO BALLESTER,
A estas alturas, ya sabemos que el denominador común de la estupidez woke es el odio a uno mismo. Occidentales antioccidentales, niños mimados tan empachados de prosperidad como faltos de brújulas morales matando al padre con aire compungido. También sabemos que según el «racialismo» (la versión woke del racismo) los Occidentales son todos blancos, y por lo tanto racistas y colonialistas porqué sí, incluso antes de nacer.
Por lo tanto es legítimo odiarles y discriminarles sin escrúpulos porque el racismo antiblanco no es racismo, al contrario, es una prueba de grandeza moral y de justicia social. Por lo tanto, el blanco se convierte por arte de dialéctica woke en el enemigo perfecto, el hombre a abatir, el chivo expiatorio de todos los males de la humanidad, y qué más da si esto supone deshumanizarles con todas las posibles consecuencias.
Ya vimos con el fraudulento Black Lives Matter cómo bobadas repetidas mil veces se convierten en dogmas y provocan violencia y atomización. Mientras los papanatas blancos de la inclusión les soltaban decenas de millones, asistimos perplejos a la regresión de existir socialmente como un color de piel y operar una segregación social sobre ésta base entre malos (los blancos, obviamente) y buenos (todos los demás).
Pero parece ser que ésta supina y rentable idiotez sólo fue un fogueo, un mero ensayo, y que el primer acto de este «todos contra Occidente» se ve con mucha más nitidez en las feroces manifestaciones pro Hamás y abiertamente antisemitas que manchan tantas ciudades de Europa, Estados Unidos, Canadá, Australia o Nueva Zelanda. Es decir, del mundo occidental. Porque, claro, los judíos son obviamente blancos, occidentales y —por lo tanto— opresores y por supuesto, los inmigrantes musulmanes encajan a la perfección en el papel de víctimas perpetuas de la perfidia judía, es decir occidental. El guión woke, con los mejores actores posibles y con el blanco en el papel estelar de malo universal.
Obviamente, una parte del musulmán no ha esperado las memeces woke para canalizar su resentimiento y saciar sus pulsiones imperialistas. Pero, claro, si las élites occidentales más lerdas de los últimos siglos se lo ponen en bandeja con cuatro eslóganes grotescos y coladeros migratorios, tampoco le van a hacer ascos al gigantesco síndrome de Estocolmo que se oculta detrás del mantra de la interseccionalidad. Y así asistimos impávidos a la aparición de banderitas arcoíris en las marchas propalestinas a sabiendas de que para Hamás —y unos cuantos cientos de millones más—, la interseccionalidad significa ante todo seccionar el cuello a cualquier elegebeteí.
Por lo tanto, la versión woke del conflicto entre Israel y la autoridad constituye la coartada perfecta no sólo para dar rienda suelta al secular antisemitismo del mundo musulmán, también para blanquear y exacerbar el resentimiento contra la civilización occidental justo en el momento en el que ésta se muestra más débil.
Débil y en peligro existencial por la presencia de una quinta columna formada por tres divisiones. La primera y más numerosa es una inmigración musulmana masiva, sin ganas de integrarse y con consciencia religiosa. Carcomida por los dogmas de la descolonización y del racismo sistémico se galvaniza invocando un supuesto agravio y exhibe músculo electoral en la izquierda rojiverde. En otras palabras, el islamo-izquierdismo cuya encarnación más furibunda es el francés Jean Luc Mélenchon, personaje que no pasó a la segunda vuelta de la presidencial francesa por unos cuantos pelos de barba de imán salafista.
La segunda, y la más peligrosa, es la versión violenta y terrorista de ese Islam político que en cuestión de horas después de la razia de Hamás contra Israel dejó en varios lugares de Europa un reguero de profesores asesinados, tiroteos, alertas de bombas en aeropuertos y museos, y sinagogas bajo protección policial. Terroristas a menudo llegados a lomos de un Open Arms o de un Pacto Migratorio de una UE que se niega a controlar sus fronteras en nombre del derecho de asilo.
La tercera es esa cohorte de niñatos sensibleros, maniqueos y elitistas al que la manida figura del tonto útil les queda muy corta. Porque además de útiles, son peligrosos y, desde los estudiantes de Harvard a la BBC, pasando por líderes políticos o profesores de las facultades más caras —que ya no las mejores—, no dejan de ser la «élite» de éste Occidente crepuscular al que odian tanto sus hijos más privilegiados como sus enemigos ancestrales.
Una quinta columna incongruente pero real, y cuyo peligro salta a la vista desde el 7 de octubre para el que quiera verla. Una amenaza existencial para un Occidente al que el mundo entero parece tenerle ganas, mientras que en él parecen faltar ganas de que siga existiendo.