MIQUEL GIMÉNEZ,
Existe un libro que les recomiendo vivamente: Las entrevistas de Núremberg. Recoge el trabajo del psiquiatra Leon M. Goldensonh en la prisión donde se encontraban los más prominentes líderes nazis. Además de supervisar la salud mental de los reos, el doctor Goldensonh elaboró una serie de perfiles acerca de aquellos hombres responsables del asesinato de millones de seres humanos y de haber creado un régimen de horror y crimen. Es en aquellos juicios donde se acuñó el término «crímenes contra la humanidad» que después ha tenido una aplicación sesgadísima, puesto que bien se habría podido juzgar por lo mismo al comunismo y a Stalin con sus gulags y su régimen criminal. O a Mao Tsé Tung, o a Pol Pot o tantos y tantos carniceros que confirmaron con sus terribles actos que el infierno sí puede existir en la tierra.
Pero no es de eso de lo que quería hablarles hoy. Lo más terrible de esas charlas que el psiquiatra mantuvo con los dirigentes nazis es que no eran ni monstruos, ni personas carentes de sentimientos. Ni siquiera de emotividad. Eran personas que podrían haber pasado perfectamente por normales en otro momento histórico y bajo otras circunstancias. Lo confirman otras investigaciones al respecto, como la también muy recomendable efectuada por Katrin Himmler acerca de su tío de infame recuerdo. Las cartas que el Reichsführer de las SS enviaba a su esposa eran, en apariencia, totalmente vulgares, las mismas que podría escribir cualquier marido alejado de su hogar por trabajo. «Estoy muy cansado y vuelvo a tener esos dolores estomacales que tanto me afligen. Cuidaos mucho en casa y recuerda que la semana que viene hay que plantar las coles». Si no supiéramos que quien escribía esto decía estar cansado por haber tenido que inspeccionar en una gira corta pero intensa los principales campos de exterminio para instar a sus responsables que aumentasen el número de asesinados, a nadie le llamaría la atención el redactado.
La conclusión a la que llegaron los autores de ambos trabajos es terrible: quienes asesinaban a madres e hijos, violaban a prisioneras, torturaban hasta extremos delirantes a sus adversarios políticos y vivían en una permanente orgía de sangre, dolor y muerte eran, al llegar a sus casas, padres de familia cariñosos, maridos atentos, buenos vecinos e incluso, entiendan el término, «buenas personas». Es decir, no se les notaba para nada su condición de monstruos ni se adivinaba la bestia terrible que anidaba en su interior. Arthur Machen lo escribió de manera inquietante «¿Ha pensado que si usted conociera al diablo sin saberlo y hablase con él es posible que le pareciera un tipo agradable? ¿Cree, por el contrario, que se encontraría igualmente a gusto junto a San Pablo o Juana de Arco?». Lo que nos lleva a una pavorosa conclusión: es imposible reconocer al Mal por su aspecto, incluso por lo que dice. Adapten esto al momento presente y quizá comprenderán cómo hay tanta gente que vota lo que vota.