domingo, noviembre 24, 2024
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Comer de otra cosa

DAVID CERDÁ,

Lo último que uno hubiese pensado del pasado 23 de julio es que pasado el recuento de votos iba a presenciar un experimento a gran escala sobre la cobardía, gracias al rumbo tomado por el Partido Socialista tras las elecciones. No me hago ninguna ilusión, ni en general ni en este caso concreto, sobre lo valiente que sea la política actual, ni se me escapan los peldaños que en este sentido se vienen bajando en los últimos años. Con todo, me ha cogido a contrapié esta fiesta de la cobardía que ha culminado el pasado fin de semana en el Comité Federal del PSOE, que no tomo, además, como una línea de meta, sino como una más de muchas metas volantes.

Pero hoy no quiero entonar otro lamento por tanta ignominia, sino intentar entender esa foto que nos deja el presidente proclamando por enésima vez que donde dije digo, digo Diego, porque hacerse con el poder lo es todo. Y no me refiero a la foto del adamantino rostro del presidente, que tampoco requiere a estas alturas más análisis —tómese un manual de sociopatía cualquiera—, sino la de todas esas personas que han de traicionarse y perder su dignidad y levantarse a aclamar a su líder en sincronizada coreografía. ¿Qué hace que una persona se pierda el respeto de esa manera?

La cobardía es un fenómeno complejo al que he dedicado mucho tiempo, porque creo que es el meollo de nuestras principales maldades. La ética es en esencia consecuencia de la valentía, y a la inversa lo que nos puede alejar de la iniquidad es tratar de no ser cobardes. ¿Qué nos achanta? Una educación sin principios, negarnos la admiración y entregarnos a la envidia, no someternos a experiencias difíciles que nos exijan, etcétera. De entre todos, hay un factor que me gustaría subrayar, porque creo que es la clave de este aquelarre de cobardes que ha propiciado la cuestión de la amnistía a los delincuentes procesistas: la mediocridad, y así pues la «incapacidad autopercibida».

El psicólogo Albert Bandura definió la autoeficacia como la creencia en la capacidad de uno para tener éxito en situaciones específicas o al realizar una tarea. Al revés, cuando falta esta creencia se abona el terreno a que demos nuestra peor medida. De ahí que se repita hasta la saciedad que esta democracia nuestra, enferma de partitocracia, jamás remontará hasta que no fuerce, de un modo u otro, a que quienes quieran hacer política demuestren antes ser capaces en una profesión distinta. Esta es una clave del carácter: ser dueño de uno mismo exige sentirse capaz de hacer bien algunas cosas, y «¿qué es un hombre, qué tiene?», se pregunta Sinatra en My Way (A mi manera): «Si no se tiene a sí mismo, no tiene nada». Quien no se siente si quiera un poco dueño de su destino —quien se sabe mediocre— termina, como Esaú, vendiendo por un plato de lentejas su primogenitura.

Todo esto que cuento no lo sé solo por haberlo indagado sin descanso, sino por propia experiencia. Como Sinatra, «hubo momentos en los que mordí más de lo que podía masticar», y las pasé canutas. Varias veces tuve que enfrentarme a decisiones morales difíciles, y tuve que escoger entre lo que debía hacer y lo que me convenía; perdí trabajos y encargos y algún lance me llevó al hospital incluso. Cierto que para entonces había desarrollado principios desde los que actuar, y de los que no me puedo vanagloriar, porque se los debo a mis padres, al amor de mi vida y a las demás personas que me los han enseñaron. Pero ahora sé que fue esencial para decidir honorablemente saberme competente para hacer otras cosas, sentirme capaz, en definitiva.

Quien crea que solo cuenta la capacidad en sentido elevado —tener títulos, idiomas, experiencia de alto nivel— se equivoca. También hay que saber que se puede trabajar, digamos, repartiendo publicidad sin que tu mundo se hunda. Por eso hay menos pusilánimes entre las personas humildes, y más entre las supuestamente «formadas». Es decir, autorrespeto es también que no se te caigan los anillos, saber —porque lo has hecho— que no hay trabajos honrados indignos, sino personas débiles y perezosas, y que más vale ser mileurista con el honor intacto que mamarracho con sueldo de diputado. Mi entrenamiento, en este sentido, fue trabajar en el campo desde los doce años, cosa que nunca agradeceré suficientemente a mi padre; y entiendo, por la misma razón, que acostumbrarse al coche oficial y al asesor y a las dietas sin gastar debe ser letal en este sentido. Prebendas inmerecidas fabrican mediocres a punta pala.

Pienso en todas estas cosas y entiendo mejor la deriva educativa de este país, en guerra abierta contra el conocimiento, el esfuerzo y el mérito y en la decidida senda de rebajar el nivel para que cuanta más gente mejor sea incapaz y deba después recurrir a sus salvadores políticos. Un plan maestro, este de extender la mediocridad, porque a ver cómo van a dirigir el país los cobardes si no producimos en masa cobardes, es decir, incapaces. Y será por eso por lo que descubro apenado, entre mis alumnos más jóvenes, cada vez más amor propio y menos orgullo.

Lo cierto es que no demuestras que tienes principios hasta que no te han costado el dinero. Se ve de qué pasta está uno hecho cuando tiene que elegir entre lo que su bolsillo le reclama y lo que le dicta su conciencia. A este respecto, no tengo ninguna duda del espantoso espejo que esta panda de cobardes aplaudidores supone para nuestros jóvenes. Porque me importan mucho, es eso lo que más alimenta mi desprecio por la peor generación de políticos que este país ha dado, más allá de sus ridículos juegos de tronos. «Hice lo que tenía que hacer, y lo hice sin excepciones», cantaba Sinatra. Ese es el espíritu, y lo que ignora por completo esta congregación de apesebrados.

Una última palabra sobre el aquelarre. He tenido que leer estos días textos sobre la «audacia» e incluso la «valentía» del presidente. Más allá de constatar que esaús los hay también entre el periodismo, una y mil veces: llamamos valentía no al simple arrojo, sino al atrevimiento que tiene por norte el bien ajeno. A lo otro lo llamamos desvergüenza, a secas. «Amnistiaremos en el nombre de España»: ¿cuánto miedo hay que tener a no saber comer de otra cosa y en qué cota del subsuelo hay que tener el autorrespeto para aplaudir eso?

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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