ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
Haciendo ayer un repaso de algunas de las incertidumbres de la posmodernidad, equiparé con las teológicas el uso del lenguaje genérico y la ovina obediencia del PP, que lo impone en sus territorios autonómicos con mano de hierro. Ahora, en Galicia. Sin que ningún lector defendiese el lenguaje genérico, algunos me afearon la equiparación de una teología con una tontería. Cuidado con las tonterías, que las carga el diablo, iba pensando yo.
Me he hecho una lista con los diez puntos por los que el lenguaje de género, así llamado ya extrañamente, será una tontería, pero de racimo y, sobre todo, de arrastre. Muchos se quedan en la espuma de la confrontación política y no ven las intenciones y los perjuicios que ese lenguaje trae por detrás.
I. Empecemos por la espuma. La imposición gallega del lenguaje de género demuestra la nula voluntad del Partido Popular de oponerse a los dictados del progresismo, incluso con mayoría absoluta. Es la prueba del algodón y de la algodona.
II. Sin embargo, no se trata sólo de mantener la posición y de la voluntad de resistencia. Eso sería voluntarismo y hay razones de racionalidad, valga la redundancia. Se agazapa aquí la dinámica del poder. Dejar que sea la legislación la que imponga algo tan íntimo como el modo de hablar a los ciudadanos es abrir la Kerkaporta de la Constinopla de la libertad a los turcos del totalitarismo.
III. No nos tiene que extrañar, en consecuencia, que la imposición sea ilógica y contraria a la gramática. La imposición no ocurre a pesar de eso, sino por eso. Cuanta más absurda una orden, más arbitrio el poder y, por tanto, más absoluto. En La fierecilla domada de Shakespeare, Petruchio obliga a Catalina Minola a cosas ilógicas como forma de imponer su dominio sin límites. Si una orden es racional, no se impone en verdad más que el buen sentido. La absurdidad del lenguaje genérico no lo digo yo, sino las doctas academias de la lengua. Recientemente, la francesa. Siempre, la española. La Real Academia explica que «estos desdoblamientos son artificiosos e innecesarios desde el punto de vista lingüístico. En los sustantivos que designan seres animados existe la posibilidad del uso genérico del masculino para designar la clase, es decir, a todos los individuos de la especie, sin distinción de sexos […] La actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en su forma masculina y femenina va contra el principio de economía del lenguaje y se funda en razones extralingüísticas. Por tanto, deben evitarse estas repeticiones, que generan dificultades sintácticas y de concordancia, y complican innecesariamente la redacción y lectura de los textos».
IV. Esas leyes terminan calando en la sociedad. Puede verse en cualquiera que trinca un micrófono por la razón que sea. Aunque en principio no sea un fanático del lenguaje de marras y de marros, termina usándolo o, como mínimo, evitando —con titubeantes circunloquios— el uso del legítimo masculino genérico.
V. Lo mismo pasa en la escritura, incluyendo la que tiene más aspiraciones literarias. Conlleva que lo que tendría que fluir encuentra cada vez más quincalla ideológica entorpeciendo su corriente, como esos cientos de bicicletas oxidadas y embarradas que se sacan del fondo de los bucólicos y ecológicos canales holandeses.
VI. Con el lenguaje genérico, aparecen unos sutiles marcadores ideológicos sobre el hablante. Está quien se resiste a usarlo y su rebeldía resalta sobre sus palabras, opacándolas en parte. Está quien se somete sin entusiasmo, y subyace su servilismo. Está quien lo ostenta, y tremola su orgullo a cada duplicación. Quien añade las terminaciones en -e de última generación, se adorna con un progresismo al cubo. Son marcadores políticos donde no tendrían que existir. La existencia de distintivos políticos, cual estrellas amarillas o insignias de SS, ya es una servidumbre sobre el lenguaje, que no está para eso, sino para unir a todos los hablantes. Los efectos no son iguales para todos. Para los partidarios del totalitarismo y el feminismo de cuarta o quinta generación, este lenguaje implica la exhibición pomposa de una victoria. Para los partidarios de la libertad individual, de la racionalidad de la gramática y de la despolitización del feminismo supone el pago de unas parias humillantes.
VII. A estas alturas de mi enumeración, ya habrán saltado algunas alarmas entre mis lectores más ponderados. ¿Exagero? No podrán negar que el lenguaje inclusivo implica una inmensa pérdida de tiempo, en un sistema que valora tanto la economía de medios. La brevedad y la concreción son (o fueron) dos de sus grandes valores estéticos del lenguaje.
VIII. Hay que añadir que, siendo un cuerpo extraño, produce errores chuscos y constantes: «los jóvenes y las jóvenes», «los miembros y las miembros» y «los requisitos y las requisitas» son espantos que han escuchado estos oídos que ensordecerá la tierra, quizá para su alivio.
IX. Una preocupación mayor. Estas leyes están haciéndose con el oído lingüístico de las nuevas generaciones. Tanto que pueden hacerlas suspicaces ante la gran tradición literaria española. Se condena así —sin juicio— a autores tan poco sospechosos de machismo como Miguel de Cervantes o Fernán Caballero. ¿No sonarán heteropatriarcales por el simple hecho de usar bien nuestro idioma? Las personas más formadas puede que sepan trazar una línea roja a partir de la cual lo que antes se hacía con toda naturalidad empezó a ser inaceptablemente machista, pero obsérvese que la ruptura —la línea— hay que trazarla en cualquier caso. Se pierde la continuidad.
X. Quien usa esas reduplicaciones del lenguaje de género en su vida pública o burocrática, pero piensa que son una tontería, un peaje a los tiempos y una cosa superficial, se equivoca. La lengua está indisolublemente unida a la vida intelectual y espiritual de cada persona. Decimos lo que pensamos pero pensamos como hablamos.