CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,
Ser criaturas simbólicas implica la capacidad de encontrar un sentido oculto bajo la plana superficie de los acontecimientos. Conlleva la facultad de enriquecer el mundo con significados que se superponen a los hechos simples y desnudos. Más allá de las formas en bruto, vislumbramos puntos de fuga que ensanchan nuestra comprensión de las cosas. Casi nunca nada es sólo lo que parece ser. Casi nada de lo que sucede se agota en un único vistazo. ¿Qué supone una fecha? Una casilla más en el calendario; un grano de arena que se precipita sin ruido ni aparente trascendencia en el reloj que mide el tiempo de nuestro paso por el mundo. Pero un final de año es más que eso. Marca una linde. Establece un punto imaginario en el zigzagueante trayecto de nuestras vidas. A partir de ese instante, y puede que con mayor intensidad que en cualquier otro momento del año, nuestra imaginación se precipita hacia el futuro. Elaboramos proyectos, nos fijamos metas, sopesamos la posibilidad de un cambio de rumbo. Buscamos en los meses que están por venir un aliciente para nuestros esfuerzos y sacrificios, y una justificación al gozo, la fatiga y la perplejidad que implican el don de estar vivos.
También el final de año es un momento propicio para la recapitulación. El saldo de lo vivido rara vez se nos antoja al nivel de las expectativas que nos habíamos creado. La conciencia del tiempo desperdiciado nos hiere con una saña particular. Estos ajustes de cuentas son dolorosos, porque con frecuencia nos deparan un regusto de insatisfacción. Dejan al descubierto no sólo los límites de nuestra condición falible, sino la obstinada negativa de la realidad a plegarse a las fabulaciones que había tejido nuestra fantasía. Cuántas aspiraciones truncadas. Cuántas pretensiones desbaratadas antes incluso del primer amago de hacerlas realidad. Quizá es entonces cuando estas palabras de Claudio Magris revelan toda la verdad que contienen: «Mientras representamos con torpe altanería papeles que consideramos de fundamental importancia, somos nuestras propias autoparodias sin darnos cuenta».
Y es que seguramente hay un error de partida en este planteamiento. Si despachamos el balance de la vida únicamente en función del recuento de un puñado de logros fehacientes, de éxitos mundanos, de relumbres públicos e incontestables es muy probable que estemos errando la perspectiva. Nada de eso depende por completo de nosotros. Lo que en cambio sí está al alcance de nuestra voluntad es variar la disposición de la mirada con la que contemplamos lo que nos rodea. Ya sabemos lo que está mal en el mundo. Ya hemos aprendido a identificar el peculiar aire de desvarío que desprende un tiempo que se regodea en su vileza. Ya hemos empleado muchas energías —y lo seguiremos haciendo, pues es un deber que apela a la entraña misma de la conciencia moral— en señalar la normalización del abuso y la mentira, su desvergonzada institucionalización, como una de las lacras que infectan nuestra época. Pero el comienzo de un año representa una tesitura idónea para introducir también una medida nueva. Se trata de impedir que la siniestra estirpe de los destructores nos robe la paz del espíritu. ¿Qué hace frente al avance de las sombras? Ante todo, reavivar la conciencia, con frecuencia adormecida, de que en el día a día lo bueno suele prevalecer sobre lo malo. Abrir los ojos a la discreta luminosidad del bien. Celebrar la rutinaria presencia de nuestros seres queridos, de cuya previsibilidad nunca deberíamos cansarnos. Seguir cuidando de lo cercano, de lo conocido, y dejar no obstante abierto un resquicio para que pueda irrumpir a su través esa grandeza que en ocasiones anida en el contradictorio barro con el que hemos sido modelados.
El espíritu del tiempo nos invita a la suspicacia. Nos ofrece, casi como única opción defensiva ante la árida constancia de habitar un entorno en alarmante proceso de descomposición, el recurso a la sonrisa desencantada frente a cualquier esperanza a la que decidamos dar cobijo en nuestro pecho. Será necesario, pues, batallar cada día contra la tentación a la renuncia que flota en el aire que respiramos. En ese sentido, menospreciar lo que se nos ha confiado, olvidarnos de la gratitud que le debemos a la amable sencillez que alienta bajo la manifestación de lo cotidiano hará que el mundo se vacíe de interés. Hay distintas maneras de hacerse viejo, y dejarse ganar por un escepticismo indiscriminado y coriáceo, a pesar de lo oscuros que nos parezcan los indicios que se desprenden de la marcha de los tiempos, es seguramente la más amarga y desoladora de todas.
Se trata, en definitiva, de recordar que se puede aspirar al disfrute de una cierta plenitud creativa, beneficiosa para nosotros mismos pero también y ante todo para quienes nos rodean, en un contexto general de decadencia. Descubrir y valorar lo que está bien en el mundo no debería confundirse con una actitud de conformismo o entrega. Significa, por el contrario, asumir una postura disidente, en cierto modo subversiva, tanto frente al determinismo agorero que nos sumerge en una parálisis estéril como frente a los embustes de esa minoría privilegiada que agita el señuelo de las soluciones revolucionarias a fin de seguir viviendo a costa de la credulidad de la mayoría. Significa, en una palabra, perseverar en el esfuerzo de lograr que nuestros talentos fructifiquen y consigan hacer del mundo un lugar más habitable.
Así pues, que el año en el que estamos a punto de ingresar nos depare la inteligencia necesaria para compaginar ese doble talante que, hace más de dos milenios, nos fue revelado como una de las claves para salir victoriosos de cada batalla diaria: la no siempre fácil amalgama entre la astucia indispensable y cauta de las serpientes y la dulce sencillez de las palomas.