PABLO MARIÑOSO,
En abril de 2022 Burger King sacó a la venta un artefacto vegetal que yo jamás he probado ni probaré. Tengo amigos que han sucumbido a la tentación algún viernes de cuaresma por eso de no comer carne, pero yo me mantengo firme. Es mejor la trampa de esperar a la una de la madrugada, pero ese es otro tema. Aquel asqueroso alimento del Burger fue publicitado por las marquesinas de España bajo el lema «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi carne». Haciendo un uso torticero de las palabras más bellas y místicas de la Biblia, Burger King quiso llamar la atención y lo consiguió. Vaya si lo consiguió.
Recuerdo aquellas semanas que muchos católicos alzaron la voz. Me gustó la reacción de la Conferencia Episcopal y me llamó la atención la vehemencia de otros colectivos cristianos, tan prestos a denunciar la publicidad blasfema del Burger y tan tímidos, sin embargo, para otras denuncias como la del aborto. Sea como fuere, lo más sensato de todo aquello se lo leí a mi amigo Chapu Apaolaza: «Ojalá Burger King hubiese dejado la campaña y hubiese retirado la cosa vegetal esa que no se la daría yo ni a mi perro». A muchos nos ofendió el anuncio, claro, pero Chapu explicó entonces que a todos nos debería haber ofendido aquel invento vegetal.
Algo parecido me ha pasado estos días. Que Javier Ortega Smith empujara con su pecho los papeles, la cocacola y si me apuras hasta la crema hidratante de un concejal madrileño pues no me parece del todo educativo. Pero más escandaloso me parece que la bancada de Más Madrid parezca un bazar chino, con refrescos edulcorados, posits coloridos y demás artilugios de Mr. Wonderful. Si algo debemos criticar los madrileños no es la fiereza de Ortega —quienes conocemos su situación personal sólo podemos admirar su templanza— sino la pusilanimidad de Rubiño. El pobre se hundió porque oigan, que me han tirado la Cocacola. La misma que nos quieren prohibir a todos los españoles.
Muy similar es lo ocurrido con Izquierda Española. Durante años fui delegado de mi clase. Aquello me hacía gracia y pronto encontré la ventaja de ser invitado a merendar un día al año. A comienzos de curso nos juntaban a todos los delegados con donetes y batidos y aquello pues merecía la pena. Hasta que llegamos a la ESO y descubrimos que mayor era la gracia de votar al más tonto de clase. Como en esas mesas electorales de Villaverde donde sacan lonchas de chopped, en septiembre siempre salía repetido el nombre del más tonto. Yo quedé desplazado, pero muy placenteramente. Hay gente que denuncia que emerja un partido nuevo en España, pero yo pienso que peor es votar al más tonto de la clase.
Sin ahondar en su currículum, Guillermo del Valle ha demostrado serlo. Escondido durante años, silenciado varias legislaturas, el bueno de Guillermo se ha ido reinventado en numerosas plataformas hasta que, por fin, todos los grupos mediáticos de este país —esto es, sólo dos— han decidido que ya es hora. Aunque represente al jacobinismo de monjas violadas y conservadores guillotinados, lo que se vuelve urgente denunciar es su estudiado aseo. El tipo parece uno de los nuestros pero no lo es. Por eso ni el long chicken vegetal ni el acta de Rubiño ni la candidatura de Guillermo del Valle. Yo todas esas cosas no se las daría ni a mi perro.