DAVID CERDÁ,
Ahora que al parecer el mundo despierta de ciertos señuelos tecnológicos educativos; ahora que recuperamos, siquiera poco a poco, el buen sentido sobre el lugar que en los institutos han de tener los móviles; es ahora precisamente cuando más alto se va a oír a novólatras y capitanes de la industria en su histérico contrataque. Para que nadie se despiste, y a modo de ejemplo, comentaré una reciente aportación en esta línea, Vamos a dejarnos de cuentos, que firma Antonio Solano Cazorla en Cuadernos de pedagogía (diciembre/23). La pieza es un compendio de las falacias y equívocos que han arreciado y arreciarán en los próximos meses, destilado en seis puntos principales que paso a refutar por separado.
«Hay que introducir los móviles porque es lo que hay ahí afuera». Anda, como el vapeo. Como el porno. Como el alcohol y como la ignorancia. ¿También hay que introducir esas cosas en clase? ¿Desde cuándo ha dejado de ser el aula un espacio para mejorarnos y mejorar el mundo, pasando a ser una mera muestra de lo que hay, malo o bueno? Apelar a «lo que hay» es el recurso clásico de los mediocres, e implica en este caso hacer como que se desconoce que los chavales ya pasan 3-4 horas diarias fuera de clase enfrascados en esos cacharros. ¿Para qué los educamos? ¿Para que haya ciudadanos libres, capaces y fuertes, o consumidores y súbditos adaptados como un guante a «lo que hay», en beneficio de los descuideros y los poderosos?
«Promover el uso del móvil en el aula es social». Seguro. Por eso las horas de móvil correlacionan inversamente con el nivel de renta. Los padres de familias vulnerables supervisan menos y ponen menos normas, y sus hijos caen más en el abuso. Mi hijo pequeño tiene la suerte de que sus padres pasan mucho tiempo en casa y pueden controlarle. Es un privilegiado; muchos niños no tienen esa suerte y están enganchados. Las minas antiatencionales dañan más a quienes tienen menos. La introducción de los móviles en las aulas «debería ayudar a salvar brechas socioeconómicas», escribe Solano; un bello ejemplo de wishful thinking. Otra pista es analizar lo que hacen en las escuela de los ricos, los sitios a los que Zuckerberg y compañía mandan a sus hijos, en los que la presencia de esas tecnologías personales es inconcebible.
«Que los móviles son buenos lo demostró la pandemia»; y los alumnos rurales de ahora, a quienes «conecta con el mundo». Este argumento sería divertido, si no fuera inquietante: hagamos aulas como si estuviésemos en una pandemia perpetua. La falsedad es gruesa; fueron los ordenadores los que salvaron la papeleta (pobre del chaval que tuviera que estudiar un curso a través de un móvil); y no hablamos de casa, sino de la escuela. En cuanto a la chica de la España vacía a la que el móvil salva del aislamiento, solución sencillísima: lo lleva hasta el centro, se le custodia y al salir se le entrega.
«Los móviles son modernos y molan». ¿Y? ¿Somos conscientes de cuántas cosas molonas y modernas sobran en un aula, de las gafas de realidad virtual a unos auriculares inalámbricos? Capítulo aparte para igualarlos a la amenaza que supusieron la televisión o las consolas (¿acaso nos pareció o parece una buena idea permitir esos artilugios en clase?), como el articulista hace, obviando las diferencias enormes entre estas tecnologías y el papel que en la adolescencia desempeñan las redes sociales. En el colmo del dislate, el afirma Solano que confiscar por mal uso a un adolescente un gadget que vale mil pavos puede ser riesgoso. Dejo al lector que deduzca el pudridero que esconde esa sugerencia.
«No se puede afirmar taxativamente que los móviles sean perniciosos para niños y adolescentes». Esto es falso; lo sabrá cualquiera que conozca, por ejemplo, los abundantes trabajos de Jonathan Haidt y Jean Twenge (entre muchos otros). El ladino «taxativamente» esconde este pseudoargumento: «En todo caso, es el mal uso el que puede ser perjudicial». Pues claro. Pero vayamos por partes. Uno: tampoco se puede afirmar taxativamente que sean buenos. Y dos: de lo que se trata es de echar cuentas, sacar el saldo de sus impactos negativos y positivos, porque no hay apenas nada que sea taxativamente nada. En el aula, ese saldo es desproporcionadamente negativo. La atención es la puerta de entrada al aprendizaje: y estos aparatos la destruyen inmisericordemente. En cuanto a educar en el buen uso, empieza precisamente por saber dónde y cuándo usarlos, de modo que al no permitirlos en clase ofrecemos la primer lección al respecto.
«Son herramientas indispensables en el aula». No es una broma: el articulista ha escrito «indispensables». Las clases de hace quince o treinta años estaban incompletas. Les cuento cuál es el caballo de Troya: las aulas virtuales. Un software que, sin ser imprescindible, puede ser interesante para comunicarse y hacer tareas en casa. Repetimos: en casa. En clase y en el patio las pantallas aíslan, insocializan, nos apartan. Añádase esto: los mismos que quieren (y es justo) libros gratis para que no haya desigualdad de oportunidades, quieren ahora que cada chico se pague un aparato y una línea de datos móviles para poder recibir clase. E insisten en que esto es «social», nada menos.
A todo esto que les he contado, y cada vez que lo he contado, me han respondido los promotores de esta locura con que «demonizo los móviles» y que soy «prohibicionista». Porque, en ausencia de buenos argumentos, todo lo que queda es recurrir al diablo y a los eslóganes superados —¿se acuerdan del «prohibido prohibir» de mayo del 68?— hace una pila de años.
Profesores: permitir el uso del móvil en clase, aunque sea como calculadora, es un disparate que afecta más a los más vulnerables. La prohibición es la vía. La lista de cosas que prohibimos en clase (y en la calle, y en el hogar, y etcétera) es interminable, y son buenas todas las prohibiciones que tienen buenos motivos: civilización lo llamamos. No tiene nada que ver con negar las nuevas tecnologías que mejoren el aula, intento noble que hay que apoyar, por más magros que resulten sus resultados; tiene que ver con abrir la puerta a las mejores tecnologías y a los mejores métodos. Ningún profesor puede controlar lo que hacen veinticinco estudiantes que usan su teléfono móvil; quien afirma tal cosa, miente. Tampoco debe. En clase sobran las pantallas individualizadas. Un aula es una sociedad sui generis consagrada al aprendizaje en la que mandan la atención, la conversación, el respeto y en definitiva el rostro y la palabra.