domingo, noviembre 24, 2024
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Vivir en el cieno de las palabras

CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,

Si uno piensa en las palabras como una mera herramienta de comunicación, no accederá a lo más profundo de su misterio. Si uno no ha experimentado el dolor que va unido a la escucha de unas pocas sílabas o el consuelo y la felicidad que nos depara la simple invocación de un nombre, no llegará a palpar la matriz de uno de los enigmas más asombrosos que existen. Son sólo palabras, una bocanada de aire que el aparato fonador transforma en sonidos articulados, pero su resonancia puede incendiar un mundo. O salvarlo. Así que las palabras contienen una carga de poder que apela a la responsabilidad de quien las utiliza. Ellas nos hieren y ellas nos curan. Nombran las cosas. Introducen un principio de orden en mitad de un torbellino de fuerzas que nos sobrepasan. Nos eximen de la locura a la que nos arrastraría un caos de formas innominadas. Sugieren a nuestro alrededor una constelación de sentidos que hacen del universo un lugar hospitalario.

De modo que las palabras son el hogar que nos alberga. ¿Y quién querría habitar en una casa sucia, sombría, destartalada? No. Aspiramos a vivir en un entorno limpio y luminoso, parcelado en estancias que nos reconforten y nos infundan la certeza de sentirnos a salvo. Por eso enseñamos a nuestros hijos a utilizar el idioma de un modo coherente, procurando que le otorguen a cada expresión su significado preciso; pero también nos preocupamos de que lo usen con nobleza y decoro, que aprendan a servirse de él para manifestar la verdad de lo que son y de esa manera se convierta en el limpio cauce en que se manifiestan unos espíritus que todavía no han sido manchados por el fango inevitable del mundo.

Esto es lo que procuramos enseñar a nuestros hijos. Pero nosotros, ya adultos, sabemos que cada vez estamos más solos en la tarea que nos hemos impuesto. Que nadamos a contracorriente. Que el aire que nos envuelve está viciado por la cínica vileza de los grandes tergiversadores. Son ellos lo que ocupan ahora el poder. Son ellos los que ensucian la casa común del lenguaje, retorciendo los significados, haciendo que las palabras digan lo contrario de lo que deberían expresar. La jerga filosófica describe la posmodernidad como un proceso de deconstrucción progresiva de todos los referentes que habían dado sustento a nuestra civilización, y el lenguaje es el primer elemento que debe ser corrompido para que el gran proyecto de disolución en marcha alcance su objetivo final.

Sin un depósito mínimo de confianza en las palabras no puede haber sentido de pertenencia a una comunidad de personas. No hay posibilidad de diálogo ni espacio compartido desde el que cada cual pueda hacer valer su discrepancia. Si lo que hasta hace nada era blanco hoy resulta que tiene que ser negro y si —por traducirlo a términos concretos— quien ayer mismo era un prófugo de la justicia ahora debe recibir los agasajos propios de un luchador en favor de la convivencia y la democracia, entonces es que no sólo la decencia política sino hasta la lógica más elemental han sido extirpadas de la esfera de los asuntos públicos. La comunicación deja de ser viable. Es como permanecer atrapados entre los muros de un frenopático donde el régimen de vida lo decidiera un comité de dementes. El vínculo entre la razón y la realidad incontrovertible de los datos se hace saltar por los aires. A todas horas, con una frivolidad escalofriante, las cuestiones más graves se despachan mediante juegos de palabras, maniobras de contorsionismo dialéctico, marrullerías de sofista, obscenas piruetas del periodismo adepto sobre el vacío intelectual más lamentable. Los discursos se hacen oscilar según la conveniencia del momento y dejan tras de sí un panorama de desolación, un paisaje de cieno.

El suicidio de Europa, antes de cristalizar en las carnicerías a escala industrial de los campos de batalla europeos, se manifestó bajo la forma de una crisis del lenguaje. Las palabras perdieron esa especie de valor sacro que, como medio de búsqueda y revelación de la verdad, habían conseguido preservar hasta entonces y se degradaron a la condición de utensilio idóneo para la propagación de la mentira y la satisfacción de las ansias de poder de gentes sin escrúpulos. Ahora vivimos en los estertores de esa época. Miramos a nuestro alrededor y sentimos cumplirse a diario la sombría profecía de George Steiner cuando escribió que la Filología ya nunca conocería un logos como objeto de amor. Pero debemos luchar para que esa misma lucidez ilumine también el espacio de un futuro alternativo. Un futuro donde las palabras recobren al fin su crédito primigenio y donde la turba de los infames que las manipulan y las degradan no encuentre sitio entre los muros de la casa que ha de cobijarnos a todos. De no creer en esa posibilidad, ¿a qué clase de mundo estaríamos condenando a nuestros hijos?

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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