Marcelo Duclos,
Los “socialistas de todos los partidos” como decía Friedrich Hayek, suelen englobar a sus rivales en el ámbito político bajo el mote de fascistas. Todos los que no son socialistas, vendrían a ser “fachos”.
En la primera parte del siglo XX de la Europa Occidental, en los albores de la revolución bolchevique y el surgimiento de los fascismos, ya se percibía una génesis interesante que mostraba similitudes entre las corrientes filosóficas opuestas al liberalismo individualista: el colectivismo.
Benito Mussolini dio sus primeros pasos relevantes en la política italiana dentro de una facción del Partido Socialista Italiano. En este contexto llegó a posicionarse a cargo del periódico partidario “Avanti!”. Por diferencias con la dirección política terminó alejado de la publicación, pero logró fundar la revista “Utopía” en 1913. Con el correr de los años, el padre del fascismo se dio cuenta que era más redituable personificar él a la revolución, que caer en las entelequias del “pueblo” de sus camaradas, a los que terminó persiguiendo y encarcelando.
Por esos días en Alemania, la génesis del Nacional Socialismo Obrero Alemán ya mostraba un parentesco sanguíneo de las ideas colectivistas. No hay que recurrir solo a la etimología del nombre del partido “nazi”. Entre sus principales figuras también abundan las raíces comunes. Uno de los tantos casos fue el del nefasto “juez” Roland Freisler, que el mundo conoció en “La Rosa Blanca“, la película que cuenta la historia de Sophie Scholl. Su carrera dentro del nazismo cargó con la polémica del marxismo durante su juventud. Aunque hay un debate entre los historiadores, varios especialistas aseguran que su hitlerismo fanático fue la estrategia que utilizó para quitarse de encima el pasado de “bolchevique”, que le achacaban espaldas (pero a voces) sus críticos y oponentes dentro del régimen.
Este fenómeno no fue ajeno a la cabeza de los totalitaristas argentinos. Muchos de los cuadros de la organización terrorista Montoneros provenían del grupo Tacuara. Es decir, que antes de luchar por el socialismo desde el peronismo, y antes que Perón los eche de la Plaza de Mayo, escribían en las paredes de Buenos Aires entre 1957 y 1966 consignas como “haga patria, mate a un judío”.
Si separamos las ideas políticas entre “izquierda” y “derecha”, el resultado puede ser poco claro y confuso. Lógicamente, a veces es necesaria la simplificación para ciertos escenarios particulares, como el debate en las redes sociales donde hay que ser breve y conciso. Como dijo Agustín Laje en una entrevista reciente con el periodista Ernesto Tenembaum, en su cuenta de X puede utilizar el término “zurdo”, pero jamás lo haría en el marco de uno de sus libros.
Puede que la primera distinción que tengamos que hacer a la hora de separar la paja del trigo en materia de ideologías y ciencias sociales sea diferenciar entre colectivismo e individualismo. Si hacemos esto, podemos percibir que, en la reagrupación, todos los totalitarismos recurrieron a las herramientas del Estado para implementar sus finalidades autoritarias colectivistas. Ya sea desde el colectivo religioso del extremismo islámico, del delirio nacionalista de la supuesta superioridad del “ser nacional” o del más usual y fracasado colectivo representativo del proletariado. Del otro lado queda el individualismo metodológico del liberalismo, donde cada persona es un fin en sí mismo y el Estado no tiene otra función que resguardar los derechos de la libertad y la propiedad, para que cada uno viva su vida como desea.
Ahora, con las categorías tan claras, ¿cómo es que el populismo socialista se ha rebuscado para materializar en el inconsciente colectivo que son todos “fachos”, excepto ellos?
Para dar una respuesta acertada, también es necesario ir al momento cuando decidieron separar las aguas entre “izquierda” y “derecha” a su conveniencia. Si vamos al momento pre-revolucionario de Francia en 1789, a la izquierda del Parlamento encontrábamos a los que proponían reducir el poder y la influencia de la corona. Del lado derecho estaban los defensores del statu quo y los privilegios. En resumen, la izquierda representaba la revolución, la renovación y el cambio, mientras que la derecha se inclinaba hacia el conservadurismo.
Estas categorías llegaron al mundo occidental del siglo XX, donde a pesar de todo, la democracia liberal logró consolidarse como un modelo estable y progresista (en el buen y único sentido de la palabra progreso, claro). Sin embargo, el socialismo minoritario en este lado del mundo logró imponer su versión discursiva de la representación de la renovación y el cambio revolucionario. Es decir, “la izquierda”. Paradójicamente, el socialismo aplicado, además del sistema de castas inamovibles (que ha llegado hasta el delirio consanguíneo de Corea del Norte) se ha basado en el estancamiento. Como contraposición, el modelo pacífico y estable de la democracia liberal contó con la virtud de la permanente revolución creativa del capitalismo, que cambió de manera sistemática, para bien, la vida de los ciudadanos.
Uno puede darle al significado de fascismo el contenido que quiera o limitarse a la definición enciclopédica, que hace referencia a un momento histórico. Ahora, si queremos enriquecer el debate y ser honestos intelectualmente, debemos reparar en el fondo de lo que se discute. El denominador común de los fascismos es la apropiación del Estado por parte de una facción, que busca implementar un modelo totalitario con la excusa de representar al colectivo. En este sentido se produce la simbiosis del partido, del gobierno y de Estado en un único ente, que opera bajo la premisa que el colectivo (interpretado por ellos) debe primar por sobre el individuo en la búsqueda del “bien común”. Así se opacan o liquidan las libertades individuales, la propiedad privada y la economía de mercado. La ejemplificación de esto es la cruz esvástica, el símbolo partidario que pasa a ser la representación hegemónica.
Al utilizar estos parámetros, uno comprende a simple vista que el pensamiento libertario es la contracara más antagónica al fascismo. Por eso, el mismo Adolf Hitler odiaba por sobre todas las tradiciones políticas al liberalismo, al que consideraba el polo opuesto más extremo de su nacionalsocialismo. Sin embargo, el acuerdo de los analistas políticos, ubica al líder nazi en la “extrema derecha” del mapa político. En el mismo lugar que ubican a un Javier Milei o a un Jair Bolsonaro, no solo los chavistas venezolanos o los kirchneristas argentinos, sino buena parte del periodismo “de centro” de todo el mundo. ¿No es momento entonces de repensar algunas cuestiones y levantar la vara del debate? No hacerlo abre la puerta a la sospecha que esta desinformación o tergiversación, más allá que sea del mainstream general internacional, responde a una finalidad concreta y malintencionada.
¿Quiénes son los “fachos“, entonces?
Fácil, son quienes defienden la concentración de poder en nombre de la representación del colectivo, los que dicen que la propiedad privada debe estar regulada y limitada en pos del bien común, que las libertades individuales pueden llegar a dañar a la sociedad y que es necesario que el Estado regule la economía, para evitar supuestos abusos. Ellos son los fachos, los verdaderos fachos, los que suelen acusar a los demás de fachos.