ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
He tenido la suerte de visitar Valencia estos días. El motivo era inmejorable —hablar de Chesterton en su 150 aniversario— y con los alumni de la Universidad de Navarra —además—. La motivación íntima resultaba extraordinaria: he viajado con mis hijos para que conozcan las ciudades y los paisajes de origen de su abuela paterna (y que mi mujer revisitara los de su suegra, que no sé si es algo tan simbólico y emocionante como lo de los niños, aunque ella venía contenta). Pero también he agradecido la oportunidad de estar más cerca de las víctimas del incendio de Valencia. Hay una ley del corazón, muy estudiada en periodismo, por la que el impacto de las tragedias es mayor cuanto menor es la distancia. Viniendo aquí hemos acortado incluso la mínima distancia entre españoles.
Pero aun acortada, la distancia es insalvable por mucho que uno se acerque para dar un abrazo. Entre los muertos y los vivos se abre un abismo. La ofrenda de una oración viene en nuestra ayuda. Al rezar por alguien, Dios anula incluso las distancias más extremas entre nosotros. Soy consciente de que los minutos de silencio son muchas veces lo mejor que una sociedad descreída puede dar, y hay que respetarlos en su esfuerzo por solidarizarse. Sin embargo, hay mucha soledad en esa solidaridad. La oración forja una comunidad entre vivos y muertos, unidos en esa misma eternidad que nos fue prometida a todos y que, a los pies de Dios, se entreabre.
Por eso, también entiendo a quienes, aunque se niegan a aceptar todos los dogmas y la moral de la Iglesia Católica, no quieren renunciar ni locos al paraguas (la cúpula) de la creencia ni a la belleza de la esperanza. Estos días en las redes se ha recrudecido ese debate, que es quizá el de nuestro tiempo: ¿cabe un catolicismo a la carta? ¿Podemos ser postmodernos y católicos, según nos convenga en cada circunstancia?
Hay razones teológicas profundas que impiden ese acomodo al mundo, por supuesto. Pero en estas líneas hemos venido a rezar por las víctimas del incendio de Valencia y sólo diré que una religión que tiene que sostener tanto sufrimiento no puede ser una fe líquida ni una moral gaseosa. Ha de tener mucha resistencia de materiales, digamos, para plantarnos ante la muerte y el dolor del inocente y seguir dándonos un sentido. Una religión del confort y el sentimiento no nos sirven en absoluto. El sacrificio —empezando por el de nuestras opiniones y sentimientos— sacraliza. En última instancia, que es la instancia que, hablando de religión, nos interesa, sólo en lo sacro podemos acogernos a sagrado.