ASDRÚBAL AGUIAR,
La idea de reconstituir a la nación, rehacer sus raíces a la luz de los valores fundantes que queden en pie y pueda sostener la identidad de lo venezolano hacia el porvenir, al término es lo que, en buena lid significa impulsar un proceso constituyente. No se trata de un mero ejercicio formal, político y jurídico el que bosquejo, al objeto de que volvamos sobre nuestros cauces constitucionales históricos. La verdad palmaria es que Venezuela – que al cabo somos todos, los hijos buenos y los hijos malos, y una mayoría que aspiramos a ser libres como debemos serlo – ha sufrido como sociedad y como nación un severo daño antropológico, desde 1999.
Urge saber y ser conscientes de la profundidad de la ruptura acontecida – en propiedad lleva tres décadas el proceso de fragmentación afectiva entre los venezolanos: 1989-2019, más un lustro, equivalente al período dictatorial del castro gomecismo. Y considerar ese daño que crece en el ser y la esencia nuestras es impostergable, para preservar el sentido de nuestra nacionalidad. Nuestras raíces fundacionales – nuestras costumbres, virtudes y defectos – ceden y nos empujan hacia la anomia. Nos vuelven seres relativos y, lo peor, espíritus conformes: ¡Las cosas no están tan mal!, se dice y no solo lo dicen los cortesanos.
Más allá de lo que nos es propio, en mala hora vive el Occidente judeocristiano, además, un severo proceso de desconstrucción cultural y de relativización ética que, si se afianza y generaliza, nos impedirá todo discernimiento moral. Será lo mismo el Buen Vivir – viviendo a los otros – o el tener una Vida Buena. Me refiero, en el último caso, a tener conciencia de lo que significa el mal absoluto que hemos conocido y poder sostener, para inmunizarnos, unos códigos personales y hasta políticos, en los que de poco sirven o no bastan las enseñanzas sobre nuestras constituciones históricas civiles. Hemos de redescubrir las leyes universales de la decencia humana. Se trata, en suma, de recrear y de conservar el ser que somos los venezolanos sin avergonzarnos del mismo, pues Venezuela no es Maduro y tampoco el clan criminal que la ha secuestrado.
Su permanencia y consecuencias, eso sí, siguen alimentando un complejo adánico en las élites: el querer rehacerlo todo desde el principio; el dejarse tragar por el síndrome de Estocolmo: transar con la maldad, para sea algo benevolente; el autoexcluirse y declararse apátridas, para conjurar la xenofobia a lo venezolano; o el usar como astrolabio a Eudomar Santos: ¡como vaya viniendo vamos viendo!
En el ahora, destruido como ha sido el Estado que nos dimos en 1811 y 1830, o en 1947 y 1961, y desmaterializado el texto de nuestra constitución militarista en vigor, obra de un «régimen de la mentira» de clara factura totalitaria, extraña que la Constitución Bolivariana, germen de todo anterior, sea defendida por una oposición que se dice “democrática” y la desconoció en la hora de su nacimiento. Sólo un 37,65% del electorado la pidió, se abstuvo de aprobarla el 54,74% y el 28,63% de los votantes la rechazó.
Habiendo degenerado en despótica la Constitución de la República Bolivariana, tras las exégesis a la que ha sido sometida por los «escribanos» judiciales de la dictadura, debemos preguntarnos, sí, desasidos de nuestros valores fundantes por obra de esa gran quiebre epistemológica acontecido, ¿nos será posible discutir como antes acerca de los juicios y las tomas de postura morales, aun cuando se hayan desmoronado los consensos sustanciales de fondo acerca de las normas morales básicas en las que hemos creído hasta 1999? (Vid. Jürgen Habermas, “Ética discursiva”, Madrid, 2002).
El inédito esfuerzo reconstituyente que le espera a Venezuela habrá de ser normativo, pues de allí emergería un nuevo pacto constitucional. Sin embargo, para que tal descripción técnico-jurídica cuente con las virtudes de la exactitud y fidelidad, habrá de ponderar y escrutar la dimensión sociológica de lo nacional e identificar lo que permanece como escala de valores, sin mengua de nuestra inevitable cultura de presente, de ser seres permanentemente inacabados, por lo mismo siempre innovadores. Y, sucesivamente, para asegurar que las normas constituidas posean la virtud de la efectividad, ambas dimensiones, la social y la normativa-descriptiva habrán de conjugarse a la luz de una razón pura hecha práctica, con lo estimativo; saber cuáles y cuantos de esos valores predicados como identitarios de lo venezolano responden al principio ordenador y universal de la dignidad humana.
En fin, ha de tenerse un claro entendimiento de la complejidad que implica la realización de tareas constituyentes como las indicadas, en un contexto como el actual, más allá de lo venezolano y lo occidental judeocristiano que nos interpela, inevitable por sus características globales. La cosmovisión dominante a escala planetaria tras las revoluciones digital y de la inteligencia artificial prescinde del sentido de la localidad para imponer lo virtual e imaginario, y deshace al tiempo para cultivar la instantaneidad, lo momentáneo, lo que no arraiga y desprecia a la memoria de toda nación.
El caso es que constituir – rehaciendo a la nación, como se lo propuso a los argentinos el entonces cardenal Jorge M. Bergoglio, S.J. – significa resolver sobre la discontinuidad o la solución de continuidad de la memoria, la relativa a nuestras raíces constitutivas; valorizando para ello al tiempo y, asimismo, proveer a la discontinuidad o el desarraigo espacial, favoreciendo la «lugarización» sin solución de continuidad y sin localismos ermitaños.
Se trata de que los venezolanos volvamos a religarnos, unos con otros, compartiendo como nación un mismo destino: “La voluntad común se pone en juego y se realiza concretamente en el tiempo y en el espacio”, amasando una «ética constitucional común» que purgue en nosotros la lógica «schmittiana» del amigo-enemigo. Esta es deconstructiva de todo espacio liberal responsable, negadora de lo institucional, cultora de la política ubicua y ‘desterritorializada’, promotora de los egoísmos e insensible a las traiciones. Se reduce al ¡sálvese quien pueda!, y allí jamás cuenta la voluntad popular y democrática.