El proceso de reformas jurídicas y económicas encarado por Javier Milei ha sido a la vez inevitable y traumático. Inevitable, porque la situación del país ya no daba para más: al borde de la hiperinflación, del default, sin reservas, con 50% de la población en situación de pobreza, sin generación de empleos, sin inversiones, sin futuro, sin esperanza alguna en caso de seguir por el camino trazado hace 20 años.
Pero los cambios propuestos, si bien son los necesarios para enderezar el rumbo, claramente son traumáticos, en el sentido de que, como el propio presidente anunció el día de asumir su cargo, implicarán fuertes esfuerzos y recesión durante algún tiempo; y si bien señaló que trataría de que ese esfuerzo recayera fundamentalmente sobre el sector político, inevitablemente produce sus efectos sobre la población en general.
Uno de los males endémicos del país ha sido el paulatino crecimiento del aparato burocrático estatal y el costo de su mantenimiento. En Argentina claramente sobran muchísimas oficinas públicas innecesarias, y concordemente, sobran muchos empleados y funcionarios. También sobran regulaciones, prohibiciones, cargas tributarias, monopolios artificiales, prebendas, bolsones de corrupción y trabas a la inversión. Cambiar todo eso produce altos costos que la gente deberá soportar. Ese es uno de los motivos por los cuales nunca se produjo una transformación similar: ningún gobierno ha querido pagar ese costo.
En estos primeros tres meses, el gobierno ha hecho un esfuerzo enorme para promover esta transformación, probablemente convencido de que cuanto más rápidamente se hagan los cambios, menos durará la recesión y menor será el costo para la población. El mantenimiento del apoyo popular, incluso en los sectores que más están sufriendo la transición, muestra que, tras tantos años de populismo y corrupción, la gente ha aceptado que más vale sufrir unos meses o un par de años, si el resultado es una transformación definitiva del país hacia un modelo de producción y crecimiento económico en libertad. Lo peor que podría ocurrir es, como ha sucedido en el pasado, que las medidas queden a mitad de camino y en un tiempo se vuelva a lo mismo de siempre, con el agravante de haber soportado inútilmente una recesión que no conduciría a nada.
El cambio de paradigma y de reglas, así como la adopción de las acordes acciones futuras, no depende exclusivamente del mandatario. La tradición presidencialista y caudillista suele proponer que el que gana una elección tiene un poder absoluto para hacer cambios, y por lo tanto, es el único receptor de éxitos y fracasos. Pero ello no sólo se contradice con la Constitución, sino especialmente con la realidad. Las reglas han de ser cambiadas con la intervención de legisladores, jueces, gobernadores y legislaturas provinciales; y una vez cambiadas las reglas, las acciones consecuentes deben ser llevadas a cabo por la población en general, guiada por la mayor o menor confianza que tenga en las nuevas reglas.
Dependerá de la rapidez con que se modifiquen las reglas y la confiabilidad que despierten esos cambios, para que el rebote en bienestar y producción aparezca con mayor rapidez, y al mismo tiempo, los costos recesivos sean más bajos y terminen más pronto. La responsabilidad en esos cambios incumbe fundamentalmente, en una primera etapa, a legisladores y gobernadores de los demás partidos políticos, y en una segunda etapa, a los criterios judiciales que interpreten y apliquen las nuevas normas.
En los primeros días del gobierno, con el Decreto 70/23 y la llamada “Ley Bases”, el presidente propuso un cambio casi completo del ordenamiento jurídico del país. Claramente eso no significa que los legisladores debieran convalidar “a libro cerrado” dicho cambio, pero sí se suponía que con la misma urgencia se avocaran a su tratamiento inmediato, conscientes de la gravedad de la crisis. Recuerdo la expresión “a libro cerrado”, evocando las circunstancias en que el Congreso Nacional aprobó en 1869 el Código Civil elaborado por Dalmacio Vélez Sarsfield, obra monumental de más de 4000 artículos, que el Presidente Sarmiento solicitó, en su mensaje de elevación al Congreso, que se aprobara de inmediato, debido a la urgencia en la formación de un nuevo set de reglas de derecho civil, y que en todo caso en el futuro fueran modificando lo que considerasen pertinente, a medida que se justificara tal necesidad.
Lo cierto es que transcurrieron más de cien días desde la asunción del nuevo gobierno. Hasta ahora, se produjo una tardía constitución de la Comisión Bicameral Permanente de Seguimiento de DNU, que jamás dictaminó en los términos y tiempos requeridos por la Constitución y la ley reglamentaria. El Senado se expidió votando negativamente sobre la validez del decreto, y la Cámara de Diputados aun no decidió al respecto. Con relación a la ley “Bases”, el texto original fue retirado al constatar que no se obtenían las mayorías necesarias para su aprobación en particular, y luego reemplazado por otros textos más acotados. Es decir, que el Congreso Nacional no ha hecho nada más que oponerse a los cambios propuestos, sin intentar algunos consensos, aunque fueran parciales, obviando la gravedad de la situación.
Algo similar puede decirse de los gobernadores. No alcanza con proponer reformas a nivel del gobierno nacional, tendientes a modificar la estructura del Estado, reducir los gastos y fomentar la inversión y el crecimiento sobre la base del respeto a la propiedad privada y los contratos. Esas reformas también deben darse al interior de cada una de las 24 jurisdicciones locales que integran la República. Buena parte del despilfarro y corrupción que hoy se descubre, se han producido en las provincias tanto como en la Nación.
Por ello Milei convocó al llamado Pacto de Mayo, para reunirse el 25 de Mayo próximo con todos los gobernadores y el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y suscribir ese día un compromiso de diez puntos que en términos generales se vinculan con: el respeto de la propiedad privada, las transformaciones en las estructuras burocráticas tendientes a reducir el gasto, la reforma del régimen de coparticipación federal de impuestos, el incremento de la producción de los recursos naturales de cada provincia, el aliento a la producción y el comercio internacional. Esa convocatoria no tuvo buena recepción inicial por parte de los gobernadores de aquellas provincias que mayores porcentajes de coparticipación reciben con relación a sus aportes, y donde dichos recursos cuantiosos han sido utilizados, en general, para mantener estructuras políticas que les permitieron conservar el poder durante muchos años.
Milei es el Presidente de la República, pero no gobierna solo ni podría reclamar la suma del poder público para hacer lo que los demás poderes no hacen; y quienes piensan que los legisladores y gobernadores de la oposición son meros espectadores pasivos, cuya función debe limitarse a dar su voto a regañadientes a algunas de las medidas y trabar el resto, se equivocan diametralmente.
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Para salir de la pobreza y de la crisis, el país requiere cambiar un viejo paradigma que ha reinado en el último siglo: el paradigma de la pobreza, que consiste en pensar que la función del gobierno es repartir la riqueza dada de la manera más equitativa posible. En lugar de incrementar la riqueza, distribuir lo que hay para disminuir la pobreza o, peor aún, disminuir la desigualdad, que se ha convertido en el nuevo norte del colectivismo.
El problema con tal paradigma es que la riqueza no es un juego de suma cero, no existe una cantidad dada de riqueza que permanece inalterable, de modo que lo razonable sea repartirla del modo más “justo” posible. La riqueza es una cantidad variable, que podrá incrementarse o disminuirse de acuerdo con las decisiones de las personas, basadas en las reglas de juego y los incentivos. El paradigma de la pobreza genera incentivos perversos a no producir y convertirse en receptor de la repartición “justa”. Ello a la larga provocó que la riqueza a repartir sea cada vez menor, y la gente en espera de su porción cada vez más numerosa. La consecuencia es el 50% de pobres que tiene uno de los países potencialmente más ricos del mundo.
La sustitución de estas ideas por el paradigma de la riqueza, llevaría a que las reglas se establecieran teniendo especialmente en cuenta las condiciones necesarias para producir y crecer. La riqueza es lo que mejora la calidad de todas las personas, lo que permite acumular capital que se invierte en producción, lo que demanda empleos, sube salarios, etc. Una sociedad organizada alrededor de la producción de riqueza es una sociedad que prospera rápidamente. Y una vez iniciado ese camino, es muy sencillo advertir que la desigualdad no sólo es inevitable, sino que tampoco es mala.
La igualación forzada sólo puede hacerse hacia abajo, es decir, disminuyendo el nivel general. El techo de la riqueza es el talento y el esfuerzo de los individuos por producirla, de modo que en tanto existan incentivos generados por el respeto a la propiedad privada, la tendencia será a incrementar la producción y la riqueza.
En consecuencia, el cambio de normas es fundamental, no sólo para mejorar el nivel de vida de la gente, sino para superar más rápidamente la transición recesiva que hoy se padece. En una comunidad con reglas de juego más abiertas, perder un empleo no es visto como una catástrofe necesariamente, porque los empleos se producen y terminan permanentemente de acuerdo con los requerimientos del mercado, de modo que alguien que pierde su empleo rápidamente puede conseguir otro. O alguien que ya tiene un empleo, puede aspirar a uno mejor.
Esa movilidad es consecuencia de un sistema que no carga a las transacciones individuales con costos exorbitantes. Los costos de transacción que generan las leyes y regulaciones al comercio, la producción, el trabajo, la salud, la inversión productiva, etc., no sólo impiden que la gente salga de la pobreza. Ha sido además el motivo fundamental para mantener en la órbita estatal, por motivos meramente asistenciales, a muchísima gente cuyo trabajo no sólo no es necesario sino que muchas veces contribuye al empobrecimiento general.
La responsabilidad fundamental por ese cambio de reglas que haga más rápido y menos traumático el camino hacia una sociedad productiva, depende hoy de los legisladores, gobernadores y jueces. El presidente, dentro de los límites de su jurisdicción, ha enviado las normas y proyectos necesarios, y ha impulsado la transformación hacia los gobiernos provinciales. Ahora es el turno de quienes, por no pertenecer al partido que gobierna, suponen que no tienen responsabilidad en esa transformación.
Su responsabilidad es primaria, y si no la aceptan y actúan en consecuencia, serán los principales culpables por los padecimientos que la transición provoque en los ciudadanos argentinos.