HUGHES,
La desesperación o quizás otra fuerza fatídica, oculta bajo un caprichoso pliegue, llevó mi zapping hasta el programa First Dates, el de emparejamientos un tanto inverosímiles.
Es un programa que a todo el mundo tranquiliza: conforma a los emparejados, que se asoman allí como a un espantoso abismo en el que comprobar «cómo está el mercado», y contenta a los solitarios, que encuentran razones para abrazar su soledad.
En el que ocasiona este textillo, el idilio debía surgir entre un hombre maduro y una mujer, igualmente en edad, pero rubia, claramente extranjera. El hombre era de un iberismo desesperado y adoptaba la forma del galán. Se sabía porque en lugar de mujeres decía «féminas». No hablaba un hombre, pues, hablaba un macho.
Ella era de un rubio lejano. Podía ser eslava pero también una nórdica mitológica, lo que excitaba aun más el landismo atávico del señor.
La conversación, guiada por un estilo de seducción sólido, aunque quizás equivocado, se desarrolló (diríamos fluyó) durante la cena hasta que algo sucedió al final.
A la hora de pagar, cuando llegó La Dolorosa, el señor, que hasta el momento había fungido de macho ibérico, hizo un gesto severo de negativa, de encogimiento. No se iba a hacer cargo de la cuenta. Se iba a retratar solo de perfil. Ante el estupor de la señora rubia, él se explicó y lo que salió de su boca fue aun más sorprendente: «Las rusas tienen que pagar su parte, porque estamos en Europa».
Las razones del señor tenían un algo geopolítico. A la hora de pagar, era ya europeo y consideraba que la rusa, en tanto rusa, debía seguir el ethos continental. Pero ¿cuál es? ¿La igualdad? ¿La igualdad de «las féminas»?
El señor le negaba la europeidad a la rusa, asunto cuestionable, pero es que hablaba un ciudadano de la UE. El galán ibérico pensaba ya de modo bruselense. El hombre, cuando paga, paga como español, y cuando se retrae, se retrae como europeo y a ella la invitaba a pagar no como mujer moderna, sino como rusa.
Hasta aquí llegó la propaganda, pensé; el señor le hacía un Nordstream a los postres a la señora, o se había tomado muy a pecho lo de las sanciones, pero, bien mirado, quizás no se tratara de un hombre influido por el momento prebélico ni por cierta rusofobia ambiental, sino otra cosa. Porque en su generalización («las rusas») se podía intuir un conocimiento previo, alguna experiencia con la nacionalidad. Había un tono de resolución en él, de escarmiento. De meditada afirmación territorial. ¡Ya estaba bien de putinismos en las citas! ¿Y si el hombre se había visto obligado alguna vez antes a pagar cenas a las rusas? ¿Y si no era la primera vez, ni siquiera la segunda vez…? Entonces, probablemente, estaríamos ante otra cosa: ante un hombre resabiado que, aprovechando el momento, echaba mano argumental de la política internacional. Su susceptibilidad con «las rusas» nunca había podido defenderse. Nunca había tenido la suficiente fuerza, ni las razones. ¿Qué podía haber dicho antes ante la apabullante realidad imperial de la «fémina» rusa? ¿Qué argumentos podía esgrimir para ejecutar semejante dribling civilizacional ante la factura? Ninguno. Nada. Solo cabía apoquinar. Hasta hoy; momento en el que todos los medios difunden los argumentos de Borrell, Macron, Von der Leyen, etcétera, una doctrina, un discurso contra Rusia.
Era geopolítica aplicada lo del señor. La mejor, la más disculpable, la realmente entendible. ¡A la que sí nos sumaríamos! Europa quizás ya funcione para algo porque le dio a ese hombre la firmeza geopolítica para ahorrarse unos euros. La cosa tiene mérito, genialidad incluso, si consideramos que el enfrentamiento con Rusia daña económicamente al continente. Suben los precios, se resiente la industria, aumenta el coste energético… Hasta ayer hubiéramos dicho que todos perdemos un poco. Pero ya no.