HUGHES,
Hace unos días, un periodista propagandista en España del partido demócrata y la OTAN lamentaba la situación de los campus universitarios americanos. Lo woke, venía a decir, empezaba a pasarse de la raya.
Esto se producía con motivo de las manifestaciones propalestinas, y era mucho cambio de repente. Pero había alguno más. La entrada de la policía en la universidad para poner orden invertía algo. Durante estos años, los campus estadounidenses exportaron cultural y políticamente una cierta idea de impunidad. Esta vez no. Eran inmediatamente ordenados desde fuera.
Otro cambio estaba en la alteración de las polarizaciones. Trump y los antitrump estaban de acuerdo en estar en contra de las manifestaciones propalestinas. En el caso del tío Donald, la cosa no tiene mucha novedad: fue siempre proisraelí y antiwoke.
El cambio se intuye en Biden y los demócratas. En ellos se anticipa un conflicto: tienen que seguir halagando la sensibilidad diversity y ‘woke’, y a la vez condenar y atajar esos ataques a Israel. No olvidemos que el Black Lives Matter, por ejemplo, acabó marcando la pauta del discurso contra el «supremacismo» blanco de la derecha americana, pero un Gaza Lives Matter no puede admitirse contra Israel. Prácticamente todo el contenido de esas protestas, el hecho mismo de las protestas, es considerado antisemitismo, así que de repente la sensibilidad del campus es problemática, muy problemática. Antes pudieron derribar estatuas, cancelar a profesores y alumnos, y hasta pedir la inacción policial, pero ahora, quizás por primera vez, se percibe un límite. La necesidad de un límite.
Mientras arremetieron contra lo blanco, lo protestante (o lo católico español conquistador), Trump, la Alt Right o la policía, no hubo problemas. Se les hizo hueco. Se hicieron norma allí y hasta en el extranjero. En España, por ejemplo, el establishment al completo fue adoptando las sucesivas modas, desde el BLM hasta el feminismo y, por supuesto, la consideración de Trump como racista-machista-extremista, ahí se unieron PP y PSOE y sus dos esferas, que estos días se acusan unas a otras de… trumpistas.
(Nota: esas dos esferas son de tamaños distintos, una grande, otra menos, como las bicis antiguas, los biciclos. El establecimiento español, el PP-PSOE, sería un biciclo… ¿quién pedalea?).
Esta sensibilidad, por tanto, se apoderó de los campus estadounidenses, que en cierto modo simbolizan una vanguardia intelectual, política o elitista. Son avanzadilla de algo, y lo fueron hasta ahora.
Ya vemos que para Trump la cuestión no es demasiado problemática: su actitud proisraelí y antiwoke se armoniza bien y sólo tiene el problema (por ahora menor) de las voces conservadoras críticas con el apoyo constante a Israel. Pero el reto para los demócratas es enorme. Tienen que cuadrar un círculo en el que lo woke se admita, pero también se corte de manera tajante su apoyo a Gaza, interpretado automáticamente como antisemita.
Y aquí se llega a algo que se intuye crucial, porque el modelo o esquema de tratamiento de los «discursos de odio» que se ha generalizado y extendido parece derivar del que se aplica a la persecución del antisemitismo. La tipificación del antisemitismo es, en cierto modo, el estatus de necesaria protección al que aspiran todas las minorías y sensibilidades, que siguen o imitan su modelo. Pero aquí se enfrentan conflictivamente dos visiones: los judíos son a la vez las mayores víctimas, las primeras, las víctimas que, en cierto modo, fundan con su inimaginable e incalculable dolor el orden mundial tras la Segunda Guerra y, por otro lado, para las sensibilidades de la diversidad racial, antioccidentales, anticoloniales, serían los blancos más blancos o quienes incluso son capaces de influir sobre los blancos. ¿Qué son? ¿Las mayores víctimas y a la vez circunstanciales opresores? Gran contradicción, aporía woke.
Es un hecho gravísimo que a un estudiante judío no se le permita entrar en un aula. Pero eso ha sucedido con profesores o estudiantes no judíos. Lo «blanco» no es tanto un término racial como político: es lo privilegiado no minoritario, contra lo que pueden pivotar las sensibilidades heridas por el odio. Es el esquema de control del discurso para proteger a los judíos, pero si circunstancialmente se les aplica a ellos se produce una especie de cortocircuito. La circularidad de agravios no funcionaría. Esta preservación de Israel de la crítica en el campus sería entonces como una cláusula que asegura el funcionamiento del sistema.
Por ello, el Congreso americano, con consenso bipartidista, ha aprobado una Ley de Concienciación sobre el Antisemitismo para garantizar que estas cosas no ocurran. Se extrema la persecución y vigilancia del delito de odio en los campus (wokizar a los wokes, alguacil alguacilado). De alguna manera, esto lo jerarquiza: establece grados de víctimas, una condición suprema que merece ser protegida de un modo especial, reforzado. Para algunos, esa ley entraría en conflicto con la libertad de expresión de la Primera Enmienda americana. Esta aparente ruptura, o este costurón, sería no solo una forma de intentar cerrar la grieta lógica en el sistema woke de victimizaciones, sino también de enlazar y armonizar el orden posbélico heredado con el nuevo mundo, el nuevo Occidente de las identidades.
O de otro modo: es el Holocausto y la polaridad moral, metafísica, entre nazi-judío, víctima-victimario, mal-bien, lo que emite y acuña y soporta la ‘moneda’ moral con la que viene manejándose Occidente y con ese valor-dolor y ese esquema operan las distintas sensibilidades.
Para que cualquier sistema funcione, tiene que haber un acuerdo sobre el valor base de algo (el oro, el dólar, la víctima prístina…). Si el término «nazi» es usado contra Israel, el entero sistema puede colapsar. Sucedería si se duda del valor absoluto del oro o se empieza a rechazar una moneda fiat. Algo así sería como el final del patrón oro de Breton Woods. El derrumbamiento de un orden, de un sistema de correspondencias, escalas, proporciones.