Tulio Hernández,
Si lo que Tareck El Aissami dice sobre Rafael Ramírez, es cierto; y si lo que, a su vez, Rafael Ramírez sostiene sobre los sobrinos y familiares de Cilia Flores, la “primera combatiente”, también es verdad —y todo parece corroborar que lo es—, estamos, sin lugar a dudas, ante el más grande acto de corrupción y estafa que se haya cometido nunca antes en la historia de alguna empresa estatal del planeta.
Tarek El Aissami, vicepresidente sectorial de Economía de Venezuela, en denuncia que ha hecho pública, intenta demostrar, pruebas en mano, que Rafael Ramírez —quien entre 2004 y 2013 se desempeñó como ministro del Poder Popular de Petróleo y Minería y como presidente de Petróleos de Venezuela— se robó de PDVSA la inimaginable cifra de 458 mil millones de dólares. No 458 millones de dólares, lo que ya es mucho. No. ¡450 mil millones de dólares! Una cifra superior al gasto público anual de un país gigantesco como México, que solo llega a 351.179,9 millones de dólares.
Rafael Ramírez, por su parte, declara sin ambages que Erik Malpica, sobrino de Cilia Flores, quien asumió la vicepresidencia de Finanzas de PDVSA en diciembre del 2014, y sus hijos, desfalcaron en una operación familiar 1.200 millones de dólares de la firma petrolera.
Ramírez también aporta pruebas suficientes sobre un clan —llamémoslo La banda de Las Flores del Mal, como aquel poemario de Rimbaud—, del cual tres de sus miembros han sido condenados en Tribunales Federales de los Estados Unidos por blanqueo de capitales, asociación para delinquir y tráfico de drogas.
Simultáneamente, ha salido a la luz pública el descomunal esquema de sobornos que se fue tejiendo alrededor de la Faja Petrolífera del Orinoco, actualmente investigado por las autoridades de los Estados Unidos, a través de un Tribunal Federal de Miami, que tiene como delincuente protagonista a un gerente de apellido Moreno Pérez que, tal y como lo explica un Informe de la oenegé Transparencia Venezuela, está expuesto a una pena veinte años de cárcel en Estados Unidos si se le termina de comprobar que ha lavado más de 30 millones de dólares en cuentas bancarias mediante transacciones hechas a través de una empresa llamada Petropiar. Pobre general Piar, primero Bolívar lo fusila, ahora le da nombre a una banda criminal.
Lo interesante de estas denuncias es, por una parte, el cinismo de los denunciantes. Por la otra, el parecido que tienen los hechos con lo que ocurre entre las bandas de mafiosos, inmortalizadas por filmes como El Padrino de Coppola o Goodfellas de Scorsese, una vez que comienzan a matarse unos con otros por competencias “desleales” en la posesión de dineros mal habidos. Y una tercera, el hecho evidente de que en estas denuncias salen involucrados no solo los acusados directos, sino toda la cúpula de militares golpistas y civiles de ultraizquierda que dominan el chavismo. Veámoslas una a una.
El cinismo: que alguien, condenado y perseguido por la justicia internacional como Tarek El Aissami, reconocido además mundialmente como el representante casi familiar de Hezbolá en Venezuela, sea el denunciante de Ramírez, obliga a crear un nuevo refrán popular que diga “ladrón que acusa ladrón no tiene cien años de perdón”. Lo mismo vale para Ramírez y los sobrinos del mal.
Lo mafioso: que veinte y dos años después de desangrar al país, los miembros del mismo clan, saquen las pistolas y comiencen una balacera entre ellos, es la prueba, no de que ahora sí los jerarcas chavista, como por arte de un rayo divino, se hayan convertido en buenas personas, dedicadas a hacer justicia, y una cruzada por la honestidad. Todo lo contrario, es la evidencia que se ha producido una fractura en la que se entremezclan las ganas de castigar a quien abandonó el barco, de lavarse las manos ante la justicia internacional, o de dar lecciones de alerta a quienes luego de haber obtenido un buen pedazo del pastel mal habido estén propensos a cantar canciones de denuncia.
Escupir para arriba: lo más evidente, mal oliente y un poco suicida. Porque todos sabemos que Ramírez no pudo haber actuado solo. Y que, además de Víctor Aular, el intrépido supergerente ejecutor de centenares de tropelías, la Junta Directiva de PDVSA por esos años de saqueo ramiriano, aprobó todas sus operaciones. Lo que significa, ya sea por acción u omisión, un acto de responsabilidad cómplice.
¿Y quienes eran miembros de esa junta directiva? Entre otros, Asdrúbal Chávez, hermano del presidente difunto; Jorge Giordani, la mano derecha de Hugo Chávez en asuntos de planificación; Nicolás Maduro, el designado a dedo por Chávez como su sucesor; y Eulogio Jiménez, exministro de Petróleo.
Sociológicamente, lo que más impacta es que un acto delictivo oficial de estas desgraciadas dimensiones, que en cualquier país decente —con una cultura democrática más o menos sólida y un sistema de justicia con autonomía del Ejecutivo— haría tambalear al gobierno, obligaría a los directivos de los organismos contralores a renunciar, haría que la oposición se pronunciase radicalmente todos los días, se convertiría en un escándalo de opinión pública y la prensa libre dedicaría sus mejores periodistas a realizar una profunda investigación, en Venezuela no pasa nada.
Y no pasa nada por cuatro razones. Primero, porque la corrupción en nuestro país se convirtió en paisaje natural, como antes, se convirtió en rutina el número de asesinatos de los fines de semana. En segundo lugar, por el desencanto y la impotencia colectiva: “para que denunciar si nunca va a pasar nada, ¿cómo unos jueces corruptos van a condenar a sus iguales?”. Tercero, por miedo; en Venezuela, a quien señala delitos oficiales se le puede aplicar la ley que homologa denuncia con incitación al odio. Y, a final, porque la corrupción, como el Covid, ha contaminado a una buena parte de la sociedad —desde el guardia nacional que matraquea a los transportistas, el agente de migración que consigue pasaportes, el comerciante que abusa con la escasez, el funcionario que adelanta a cirugía en el hospital, y todos lo que aceptamos sobornarlos— por lo que cuesta mucho tirar la primera piedra. Hay excepciones, por supuesto. Cuando venga la reconstrucción nacional, la lucha contra la corrupción hecha pandemia será uno de los trabajos más exigentes.