Andrés Villota Gómez,
Las instituciones educativas y su oferta de programas académicos, crecía de la mano del desarrollo económico de las naciones que, en el caso particular de la formación universitaria, estaba determinada por los requerimientos de mano de obra de la economía. El aparato productivo creaba las necesidades que eran atendidas por las universidades.
Aunque en las universidades empezaron a aparecer programas académicos inútiles para las necesidades reales del aparato productivo, los que se matricularon en esas carreras impertinentes, pertenecían a familias adineradas que no necesitaban trabajar porque eran jóvenes herederos que podían vivir de los dividendos generados por la empresa familiar. Se trataba de algo marginal, sin impacto negativo en el mercado laboral.
Los profesores, enseñaban ad honorem, porque se trataba de profesionales expertos que contaban con solvencia económica, fruto de su trabajo en los asuntos propios de la materia que dictaban. Los mejores en su oficio, maestros que compartían su conocimiento y experiencia, sin esperar retribución alguna por hacerlo y, los que cobraban, lo hacían por una cifra simbólica. El costo de las matrículas estaba determinado por los costos básicos de operación de la universidad.
La narrativa de la inclusión, la equidad, la igualdad, lo políticamente correcto y todos esos conceptos creadores de fallas en el mercado, le abrieron las puertas a los que tenían para pagar la matrícula, pero no contaban con las bases conceptuales para acceder a la educación superior. Y, también, recibieron a los que no tenían para pagar y tenían un pésimo nivel educativo por haber sido formados por los profesores miembros del sindicato.
Crearon programas inútiles, diseñados para los que no obtenían puntajes altos en los exámenes de ingreso a las universidades, con una carga académica mínima, acorde con el coeficiente intelectual bajo de los aspirantes. La calidad se cayó porque los profesores tenían que igualar la educación que impartían, por lo bajo o las instituciones educativas se arriesgaban a recibir demandas por discriminación.
Las universidades tradicionales de gran postín, cayeron en la trampa de recibir dinero rápido, fácil y seguro, dando inicio al festín del gasto, en la lógica perversa de una regla de tres sencilla que consistía en aumentar cinco veces los ingresos a cambio de dejar entrar a la universidad a cinco veces más alumnos, sin importar su raza, credo, condición social o coeficiente intelectual.
En medio de la vorágine de la corrección política y de la discriminación positiva, los encargados del mercadeo de las universidades, trataron de congraciarse con las minorías cuyos miembros no eran aptos para recibir grandes volúmenes de conocimiento por culpa de su bajo nivel intelectual que los había marginado de ingresar a programas académicos que impartieran conocimiento útil para poder acceder al mercado laboral productivo.
La mayoría de esos jóvenes, no tenían para pagar las matrículas más costosas y dependían de becas, de financiación bancaria o de financiación estatal, creando fuertes lazos de dependencia, subyugando el conocimiento y las doctrinas a las imposiciones de los financiadores públicos y privados, mecenas universitarios que, en los últimos tiempos, se les unieron los magnates progresistas.
Por el bajo nivel intelectual exigido para ingresar a cursar los programas académicos inútiles, en las universidades, se crearon grupos de jóvenes que se victimizan por su condición de incapaces académicos que mutaron a especies protegidas que no tienen que estudiar o exigirles una producción académica decorosa, porque la institución puede ser calificada de racista, clasista, homofóbica, transfóbica o misógina, generando un sentido inverso de pertenencia.
Es decir, se percibe que es una universidad a la que solo asisten miembros de las minorías supremacistas. Se sienten excluidas las mayorías que no pertenecen a esos grupos que se tornan violentos y displicentes con los que no hacen parte de su élite conceptual. Eso explica la caída en el número de jóvenes que quieren estudiar en esas universidades, creando enormes huecos en los ingresos de las instituciones educativas de alto nivel.
Las universidades encontraron a grupos de jóvenes con el cerebro atrofiado, sin conocimientos básicos y sin criterio, que fue aprovechado por los profesores más inescrupulosos, que instrumentalizan a los de mentes más débiles y menos evolucionadas.
Los profesores de esos programas inútiles e impertinentes, a su vez, eran desahuciados del mercado laboral destinado, solamente, a los mejores, por ende, resentidos sociales, enemigos del sistema que los había excluido por ser mediocres e improductivos.
Ellos, se dedicaron a infundir entre sus alumnos, ese resentimiento y conciencia de inutilidad, de manera inversa, inculcándoles que eran importantes y que estaban hechos para grandes cosas, formando un ejército de sicarios intelectuales que iban a luchar para cambiar al mundo, imponiendo el progresismo cómo la expresión máxima del triunfo de la decadencia social que los igualara, finalmente, con el resto.
La libertad de cátedra, se convirtió en clases de comunismo disfrazadas de progresismo y de todas las degeneraciones dogmáticas posibles. Todos debían someterse al fascismo académico, so pena de ser señalados como enemigos de la diversidad, el respeto por las ideas y el libre pensamiento que, se pervirtió en un dogma al que todos se tenían que acoger y pensar igual a lo que pensaba la minoría progresista. Hasta son obligados a hablar mal su lengua materna en nombre de la inclusión.
La percepción sobre las universidades, que tienen los padres de familia de la mayoría de jóvenes inteligentes y capaces, logró que no quieran matricular a sus hijos en esos antros de perdición, para evitar que sean usados cómo carne de cañón en las revueltas violentas que se convirtieron en cotidianas, defendiendo las causas progresistas que, ante la ausencia total de criterio y de argumentos, tienen que recurrir a la “acción directa” de Georges Sorel, el ultra comunista padre intelectual de la violencia de los movimientos de extrema izquierda como el nazismo y el fascismo.
Y ni hablar de la percepción que tienen los empleadores sobre los egresados de esas universidades que, aunque no sean egresados de esos programas académicos inútiles, por culpa de los sesgos cognitivos de los que hablaba Kahneman, terminan siendo percibidos, también, como brutos, ignorantes, terroristas o sociópatas que pueden llegar a destruir su empresa, si los contratan.
He sabido de empresas que, en sus juntas directivas, han tomado la decisión de prohibir contratar a egresados de universidades percibidas como permisivas con la violencia y el terrorismo estudiantil. Que no es una percepción diferente a la que tienen, por ejemplo, los administradores de fondos de origen judío que hacían enormes aportes a las universidades que se convirtieron en enclaves antisemitas.
Al final, en las universidades más prestigiosas, ganó la mediocridad, la incompetencia, la violencia y la ramplonería. Las manifestaciones irracionales que se ven hoy, en las universidades del Ivy League, es la lógica consecuencia de la degeneración académica programada, instituida para destruir a la sociedad y hacerla dócil, fácilmente manipulable y poder esclavizarla sin mayor resistencia. El progresismo, es el veneno que inoculan a la juventud.