Victor H. Becerra,
Los resultados del pasado 2 de junio y los hechos supervivientes, solo constataron algo que muchos mexicanos vemos: la irreversible destrucción de la democracia mexicana, apenas instaurada en 1997: para fines prácticos, ésta ya ha dejado de existir, tras 27 años.
La actual discusión en México (casi innecesaria, dado que López Obrador y MORENA y su coalición tienen asegurada la mayoría calificada en el Congreso, que les permitirá realizar cualquier reforma constitucional sin consultar ni acordar nada con otros partidos), sobre la Reforma Judicial, que haría del Poder Judicial un mero apéndice del Ejecutivo y del partido en el poder, solo oficializa la destrucción democrática, ocurrida durante el gobierno de López Obrador, pero más acusadamente durante el pasado proceso electoral, a golpes de autoritarismo y corrupción presidenciales, captura de las instituciones, concentración de poder, cobardía acomodaticia de las instituciones electorales y de sus responsables, intervención descarada del crimen organizado, uso faccioso de todos los recursos públicos para favorecer a Claudia Sheinbaum y su partido, el enorme riego de subsidios y becas públicas (por un monto de alrededor de 60 mil millones de dólares anuales) en provecho de clientelas electorales, y una masiva defección y la huída ciudadana frente al peligro de destrucción.
Ciertamente la sociedad mexicana nunca fue muy proclive a respaldar la democracia y a hacerla suya; incluso, diversas encuestas venían hablando a lo largo del sexenio de la gradual simpatía por un gobierno autoritario por parte de los mexicanos, en detrimento del sistema democrático. El espíritu de autoritarismo y sumisión están aún muy vivos entre la sociedad mexicana (como han señalado intelectuales como Gabriel Zaid: en cada mexicano habita un pequeño priista), después de 90 años de gobiernos populistas del viejo PRI, y su reconversión y renacimiento en MORENA, el partido del presidente López Obrador. En tal sentido, como he venido comentando con anterioridad, el nuevo gobierno de Sheinbaum significa una vuelta atrás al PRI autoritario de los años 60s y 70s, donde todo el aparato político estaba configurado para transmitir y hacer prevalecer la voluntad irrestricta del matarife presidencial en turno, disfrazándola de democracia, y esa fue la razón por la que, precisamente, Mario Vargas Llosa calificó a ese régimen como el de la dictadura perfecta.
En ese contexto, para millones de mexicanos la defensa de democracia y del Estado de Derecho no les significaba nada, frente a los 3 mil pesos mensuales (alrededor de 170 dólares) que les entrega el gobierno de López Obrador. La democracia o valores como «a cultura del esfuerzo» para ellos solo son bonitas y distantes palabras, sin comparación frente a los constantes y sonantes apoyos monetarios gubernamentales. Aún hoy, tras los resultados electorales y la constatación cierta de que la democracia está en riesgo, esto no conmueve a prácticamente a nadie, excepto a algunos enclaves de la oposición, hoy desarticulada y sin autocrítica ni esfuerzos serios por levantarse y reconfigurarse, al parecer resignada a ejercer un papel meramente testimonial, y hasta de comparsa colaboracionista con el nuevo gobierno, como fue casi toda la oposición en el México del viejo PRI.
En ese sentido, no sorprendería la vuelta atrás del país también en lo económico, con la restauración de un estatismo abusivo y omnímodo (al respecto, algunos «intelectuales» del régimen ya le ven enormes atractivos a un régimen autoritario como el chino), la pérdida gradual de algunas libertades económicas duramente ganadas y claro, el completo restablecimiento del capitalismo de compadres, que México nunca ha dejado de ser de una u otra forma.
El reciente nombramiento de la primera parte del gabinete de Claudia Sheinbaum, refuerza estas tendencias, con personajes de los que se puede esperar poco en términos de republicanismo, renovación, decencia y compromiso democrático y constitucional, algunos de ellos meras imposiciones de López Obrador a su sucesora y sin dejar de observar que la mayoría de ellos son, por su trayectoria, abiertos simpatizantes de un modelo autoritario, centralizado y estatista: el mal destino al que aspiran para el país.