domingo, noviembre 24, 2024
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Inmigración: empezar por lo básico

CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,

Empecemos por lo básico, sí. Imaginemos a una familia que acaba de comprar una casa. Su intención es disponer de un espacio propio donde llevar una vida ordenada. Saben que, cada mes, una parte de su sueldo irá destinada a ir pagando la hipoteca. De modo que la casa se convierte en algo importante para ellos, implica un sacrificio que se justifica por las posibilidades que a cambio les ofrece. Su casa es su refugio, su lugar para la intimidad y el esparcimiento, su dominio soberano. No es de extrañar, por tanto, que decidan protegerla. ¿Acaso no es lo que hace todo el mundo? ¿Quién va a sorprenderse de que al entrar o al salir de su vivienda se aseguren de dejar bien cerrada la puerta? ¿Quién les reprochará que, en prevención de alguna visita indeseable, decidan instalar una alarma?

Todas estas son consideraciones de puro sentido común. Están más allá de cualquier posicionamiento ideológico. El hombre o la mujer a los que les gusta verse a sí mismos como de izquierdas actúan aquí exactamente igual que sus antagonistas de la derecha. Porque, ¿qué pensaríamos de alguien que dejara la puerta de su casa abierta para que se instalasen en ella quienes así lo decidieran? Dudaríamos de su cordura. Pero incluso si se tratara de un caso de extrema generosidad, ¿hasta qué punto sería materialmente sostenible permitir ese flujo anárquico de personas? Al cabo de un breve periodo de tiempo, ¿no acabaría la casa convertida en un espacio inhabitable, atestado de gente, insalubre, carente de las condiciones mínimas para una convivencia civilizada? ¿No se terminaría creando una atmósfera propicia al estallido de toda clase de conflictos? Pronto ese magnánimo anfitrión comprendería que su intento por mitigar los problemas de todas esas personas a las que había ofrecido un lugar de asilo no sólo no había servido para encontrar una solución a sus necesidades, sino que había dejado su casa al borde mismo de la ruina.

Si no hace falta insistir en lo obvio, ahora la pregunta que cabe hacerse es: ¿por qué no resulta extrapolable el ejemplo de lo que hacemos en nuestro hogar al caso de esos países que, como el nuestro, siguen recibiendo contingentes migratorios que son incapaces de asumir? ¿No es también nuestro país la casa en que vivimos? ¿Qué clase de ceguera o de mala fe lleva a tachar de xenófobos o racistas a quienes piden poner orden y hacer valer la legalidad —legalidad que rige para todos en tantos otros asuntos— en el problema de la inmigración? A esos que jamás cederían su vivienda para acoger en ella a personas sin amparo, ¿qué complejo de superioridad ética o de simple oportunismo hipócrita les autoriza a resaltar en exclusiva, por puro exhibicionismo moralista, el aspecto sentimental de un problema de gravísimas repercusiones sociológicas y culturales?

Las naciones no son entes cerrados, no pueden serlo. Pero quienes las habitan y las sostienen tienen derecho a decidir quiénes entran en ellas, en qué número y bajo qué condiciones. En esto, una Europa errática y acomplejada ha supuesto durante los últimos tiempos una llamativa excepción respecto de la mayor parte de los países del mundo, donde la laxitud en materia migratoria que aplicamos aquí resultaría, por comparación, un despropósito temerario, una irresponsabilidad cuasi delictiva.

Ese liberalismo progresista que pretende un mundo de fronteras completamente abiertas habita en el interior de una fantasía multicultural, muy gratificante en el plano psicológico, pero que una y otra vez se ve desmentida por las evidencias. No sólo debemos cuidar de aquello que hemos recibido como legado, de la casa que nuestros ancestros levantaron con tantísimo sacrificio y de las normas que rigen en ella, sino que también debemos ser conscientes de que con frecuencia hay intereses muy turbios detrás del fomento de la inmigración. La inmigración descontrolada y masiva es, antes que nada, un arma de desestabilización política y social, una herramienta al servicio de intereses geoestratégicos. Protegernos contra ella no nos hace insensibles al drama humano que, una a una, encarnan esas personas que arriesgan su vida en busca de una existencia mejor. Pero la vertiente humanitaria del problema no puede servir de pantalla para ocultarnos sus aspectos más espinosos. No se pueden cerrar los ojos al enriquecimineto criminal de las mafias que trafican con personas. Ni a la carnaza laboral en que acaban convertidos muchos de esos inmigrantes en manos de empresarios que los explotan. Ni al extrañamiento que supone para buena parte de ellos una existencia en el desarraigo que los aboca a la marginalidad. Ni a la saturación de nuestros propios recursos públicos. Ni al hecho de que vaciar los países pobres de sus generaciones más jóvenes no parece la mejor opción para contribuir a su desarrollo.

Quienes ven en la inmigración una fuerza de trabajo dócil, un factor para la disolución de lo que queda de Occidente o una masa de futuro aprovechamiento electoral incurren en un cálculo obsceno. Hace unos días, en un muy lúcido artículo, Ana Iris Simón escribía que quienes emigran «probablemente preferirían un modelo económico global más justo que les permitiera quedarse en sus países de origen. Previo al derecho a emigrar debería ser el de no tener que hacerlo». En ausencia por ahora de «ese modelo económico global más justo», pero sin dejar de reivindicarlo, ni el encastillamiento a ultranza ni la rendición a una apertura de puertas insensata y suicida van a servirnos para hacer frente a un problema con el que, dada la penosa situación demográfica en la que Occidente ha decidido instalarse, estamos destinados a convivir ahora y durante las próximas generaciones. Se necesitarán soluciones que se aparten de la frívola demagogia a la que son propensos quienes menos afectados se ven por este fenómeno y combinen, en el medio y largo plazo, dosis variables de realismo, cautela, inteligencia y generosidad. Virtudes, por cierto, de las que nuestra actual clase gobernante no parece andar sobrada.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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