domingo, noviembre 24, 2024
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Veinte años

Javier Torres,

Nadie que haya vivido en un colegio mayor se opondría a que sus hijos siguieran el mismo camino. Nosotros llegamos a uno cuando había listas de espera para entrar, la economía crecía como un cohete propulsado por ladrillos, el pleno empleo no parecía una quimera y el peso internacional de España ponía a Francia de los nervios. Todo eso, por cierto, saltó por los aires una fría mañana de marzo en Madrid.

Entonces no lo sabíamos y mucho menos unos recién llegados a la vida adulta, pero aquello fue el inicio del declive español del que aún no hemos escapado. Veinte años después muchas cosas se han roto. Las certezas de un futuro mejor —que a los hijos siempre les iría mejor que a sus padres— se han desmoronado sin que nadie, ni mucho menos los apologetas del progreso, haya dado explicaciones convincentes.

Sabemos que las cosas han empeorado menos para el PSOE (maldición bíblica que dura más de 100 años) y la selección española de fútbol, eximente de la imputación de facha que recibe quien porta la rojigualda cualquier otro día del año. Parece de broma, pero las calles desbordadas esos tristes días de marzo sólo han tenido su réplica cuando España ganó el Mundial, quizá porque aquí todo es pan y circo desde entonces.

El paisaje es otro, aquella juventud despolitizada, hija de la prosperidad y el nihilismo propios de las vacas gordas, no ha conocido un periodo de bonanza económica y comprueba dos décadas después la ruptura de muchos de los vínculos que mantienen viva a una sociedad. Un trabajo estable. Una hipoteca razonable. Un barrio reconocible. Seguridad en las calles. Casa, coche, hijos. Ay, los niños, casi todos querríamos más.

Es muy probable que alguno se arrepienta ahora de no haber escuchado con atención las verdades que soltaba el sacerdote que dirigía nuestro colegio mayor, especialmente contra el occidente que sembró de relativismo Daniel Cohn-Bendit y otros niños de papá en el mayo del 68. Quién sabe si en venganza contra la posmodernidad el páter, cansado y de vuelta de todo, odiaba la ciudad universitaria con todas sus fuerzas. Y a la Complutense, las cartas del rector y las novatadas que, por supuesto, jamás se hicieron durante su etapa.

Bien pensado, un colegio mayor es uno de los pocos refugios que sobreviven al mundo moderno. Lo primero que uno aprende al llegar es a hablar de usted a los señores veteranos, a respetar las jerarquías. Un espíritu distinto, valores atemporales, hermandad, camaradería y unos vínculos donde el Estado y su incesante propaganda quedan al margen. Es la mili que no hizo mi generación. Es tu familia en Madrid, amigos que lo serán para siempre. Y no digamos si además el colegio es masculino, pura provocación.

Por supuesto, no sospechábamos que todo lo que era normal hoy sería fascismo, machismo o cualquiera de las infinitas fobias que el poder inventa para justificar su atroz censura. No es casualidad que quienes mandan la hayan tomado contra los colegios mayores por lo que éstos tienen de burbuja, impermeables que repelen la lluvia fina de la ideología oficial que no se dicta en el BOE, sino durante décadas de adoctrinamiento a través de la cultura, el cine y las aulas. ¿Qué es Netflix frente a un partido de fútbol sala o Broncano compitiendo contra una tarde de charla en el salón arreglando el mundo?

Para la historia quedará el día en que un periodista de El País (el diario menos leído del colegio) se acercó a nuestro mayor a interrogar al páter para un reportaje sobre un incidente ocurrido la noche anterior con el colegio de al lado. «No tengo nada que hablar con usted, buenas tardes». Y el plumilla, cautivo y desarmado, abandonó el hall tal y como llegó: con «el diario independiente de la mañana» enrollado bajo el brazo.

Las risas fueron tremendas. Por entonces gobernaba Zapatero, del que nos acordábamos en las capeas, justo en ese momento en que salen más whiskys que vaquillas, y durante los efluvios del bingo de Navidad. Hoy lo volvemos a hacer al comprobar que los vientos de la historia no nos han conducido al lugar idílico que los profetas pronosticaron. Si hasta por cargarse, también fulminaron los jueves por la noche, con lo que fueron en Madrid, que ya no es la misma.

*Dedicado a mis compañeros del colegio mayor y, por supuesto, al gran páter don Jesús Mayo.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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