Trino Márquez,
Con motivo del comienzo del nuevo año escolar, las noticias que se leen y escuchan acerca del sistema educativo público son alarmantes: más de 40% de los docentes han salido del área por la precariedad de los salarios que reciben; un porcentaje equivalente de niños y jóvenes no pueden acudir a las aulas debido a que sus padres o representantes carecen de los recursos para enviarlos a los centros educativos; las escuelas del ciclo básico y de bachillerato se encuentran en tal nivel de deterioro que resulta imposible recibir a los estudiantes y a los docentes; no existe presupuesto para recuperar la planta física ni mejorar los sueldos de los maestros y del personal administrativo. La mayoría de las informaciones son de ese tenor. No hay ningún dato o información confiable y verificable que permita pensar que Venezuela cuenta con un sistema público de enseñanza que satisfaga las necesidades del país.
En la Teoría clásica del Desarrollo –tan de moda durante las décadas posteriores a la finalización de la Segunda Guerra Mundial- la educación de calidad en todos sus niveles, se consideraba un factor clave para promover el ascenso social, el crecimiento económico sostenido y equitativo, y fomentar la convivencia pacífica, la inclusión social y la democracia. El Estado constituye un actor clave en todo este entramado.
Esa visión ha pasado a formar parte de las conquistas civilizatorias de la sociedad. Puede haber algún grado de debate acerca de la orientación de la enseñanza: si debe ser más técnica que humanística; si se subraya más la información que la formación; o si se incluyen determinados credos religiosos en el aula. Sin embargo, no se cuestiona el enorme peso de la educación dirigida a develar conocimientos, crear destrezas y habilidades, y propiciar la tolerancia y la harmonía dentro de un grupo humano.
En este contexto, la educación privada ha sido considerada como un complemento importante de la educación pública. Su valor y significado, en general, no se pone en discusión. Sin embargo, si alguna razón justifica la existencia del Estado y de los factores enlazados con él –como el cobro de impuestos- es que esa institución promueva la igualdad de oportunidades, la inclusión y la coexistencia a través de un sistema educativo eficaz.
Venezuela –luego de la muerte de Juan Vicente Gómez- con López Contreras, Medina Angarita y, especialmente, con el Pacto de Puntofijo firmado después del derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez, entendió y asumió plenamente la educación como un proyecto de carácter nacional. Durante un largo período el país contó con un sistema de enseñanza público en primaria y secundaria con capacidad para atender a la mayoría de los niños y jóvenes en edad escolar. Cuando los sueldos de los maestros y profesores se rezagaban con respecto a las remuneraciones de otros sectores, los gremios docentes, particularmente la Federación Venezolana de Maestros, contaba con la suficiente fortaleza para presionar al Gobierno y corregir las diferencias salariales. La carrera docente era atractiva y con capacidad de retener en su planta a excelentes integrantes del magisterio. Lo mismo ocurría cuando los planteles educativos se deterioraban: el gremio podía demandarle al Estado, junto con la comunidad educativa, que refaccionase las instalaciones escolares. Los problemas y déficits, que sin duda existían, podían superarse gracias a la acción conjunta de la denuncia pública, la presión gremial y la acción de padres y representantes.
Este cuadro se ha modificado de forma drástica durante la última década. La educación pública, a pesar de la mística de los docentes, entró en una crisis que no ha hecho sino agravarse con el paso de los años. Los maestros y profesores emigran hacia el exterior o hacia otras actividades porque sus ingresos se han convertido en miserables y carecen de incentivos para mantenerse dentro sistema.
La situación económica de las familias más pobres es tan precaria que no les permite enviar sus hijos a la escuela. La ‘soluciones’ que se han instrumentado no logran ni siquiera atenuar las fallas: por ejemplo, el ‘horario mosaico’, que consiste en impartir solo unas cuantas horas de clase a la semana.
El resultado de este deterioro tan acentuado, apenas bosquejado en estas líneas, se traduce en que los niños y jóvenes no están aprendiendo ni siquiera las habilidades fundamentales como saber leer, escribir y realizar las operaciones matemáticas básicas, de forma correcta.
En el país se ha abierto una brecha que tiende a ensancharse entre la educación pública y la privada. Esta, en medio de un gigantesco esfuerzo y tesón, ha podido preservar altos niveles de calidad. Ha logrado atraer y retener a maestros y profesores a los que remunera con ingresos competitivos. Pero, ocurre que quienes cuentan con las posibilidades de acceder a ese tipo de enseñanza representan a un grupo muy reducido que, incluso, tiende a encogerse.
La educación, por lo tanto, no está sirviendo de vehículo para reducir las desigualdades sociales, y promover la integración y la convivencia social, sino para reproducir la brecha entre ricos y pobres y ampliar la pobreza. Todo lo contrario de lo que debe proponerse la democracia.