José Javier Esparza,
Lo fue antaño, ciertamente. Quizá pueda serlo mañana, quién sabe. Pero hoy, lo que se dice hoy, España no es una gran nación. Al revés, es muy pequeña. Peor aún: está dejando de ser una nación. Y lamento de verdad echar tanta agua al vino de quienes este 12-O han salido con el tropo, pero es que incluso éste, el de «somos una gran nación», es una de esas importaciones norteamericanas que tan frecuentemente devoran nuestras elites con el mismo afán suicida de quien se atiborra de comida basura.
España, hoy, no es una gran nación porque ha renunciado voluntaria y colectivamente (e insisto en los dos adverbios) a todos los instrumentos que pueden garantizar tal cosa. De entrada, no hay gran nación si no hay Estado que la sostenga, pero España ha entregado a manos ajenas todos los resortes básicos de la soberanía estatal: nuestros ejércitos están a lo que digan los norteamericanos, nuestra moneda está a lo que diga Francfort, nuestra agricultura y nuestra industria están a lo que diga Bruselas y nuestras fronteras están a lo que diga Marruecos (o quien sea). Después, toda nación muere si nadie se ocupa de recordar que existe, pero España lleva más de medio siglo dedicada afanosamente a la tarea de echar toneladas de tierra (y de basura) sobre la idea nacional y financiando la sepultura con inacabables fondos públicos: por un lado, legitimando políticamente a cualquier separatismo; por otro, estimulando el nacimiento de identidades locales al calor de las oligarquías autonómicas, y sobre todo, adoptando como doctrina de Estado, a derecha e izquierda, la aniquilación de la identidad nacional, lo mismo en los programas de enseñanza que en las inversiones culturales del poder público y, por supuesto, en la política general. El resultado de todo eso es un país que en lo demográfico se extingue y en lo cultural agoniza, adormecido bajo la batuta de gobiernos corruptos que han reducido la democracia a un circo y la política, a un juego malabar.
¿Y qué hacer? Bueno, en realidad es muy simple: actuar exactamente al contrario de como se ha venido actuando en todos los órdenes antes enumerados. Y sobre este punto, si no hay razones para el optimismo, tampoco las hay para el pesimismo. Lo más importante que ha pasado en la cultura española en el último medio siglo es el movimiento de reapropiación de la identidad nacional por parte de la gente (eso que antes se llamaba «el pueblo» y que quizá haya que volver a llamar así). Para constatarlo basta entrar en una librería, bucear en las redes o, más primariamente, mirar los rostros de los chavales que coreaban «Gibraltar español» en los festejos de la Eurocopa. Todo eso era inimaginable hace sólo quince años. Y lo más relevante es que esta ola de reespañolización de la conciencia colectiva se ha construido expresamente contra el poder, contra ese ominoso discurso institucional de la anti-España. Pues bien: del mismo modo que lo nacional está resucitando en la cultura, puede hacerlo en la esfera de lo político. Eso exigirá, es verdad, voluntades firmes y mucha convicción, porque la atmósfera del poder parece empujar en sentido contrario. Y sin embargo, ¿acaso no es esa voluntad de reconstruir las soberanías nacionales lo que estamos viendo surgir un poco por todas partes?
El orden mundial vigente se ha construido sobre el designio de disolver lo nacional, especialmente en el ámbito de eso que aún se llama «Occidente», pero tal orden se está cuarteando a ojos vistas. De hecho, este es seguramente el dato más relevante de nuestro tiempo. Algo nuevo está naciendo. Algo que no tiene por qué ser hermoso ni pacífico (¿cuándo lo es?), pero que, en cualquier caso, va a determinar nuestras vidas para los decenios venideros. A nosotros nos corresponde intentar sobrevivir en ese nuevo mundo con una voz propia. Recordar Lepanto o la conquista de América está bien; incluso es imprescindible para no olvidar quiénes somos. Pero recordar que fuimos una gran nación en el pasado no equivale a seguir siéndolo en el presente. Para esto otro hace falta recuperar aquella voluntad que en algún momento perdimos. Esa debería ser la tarea prioritaria si queremos que algún día España sea, efectivamente, una gran nación.