MIGUEL ÁNGEL MARTIN,
En un momento de crisis de representatividad y creciente desigualdad, la discusión sobre élites y sus ideales es crucial. La polarización social y el impacto global de las decisiones de las élites resaltan la necesidad de un diálogo inclusivo. Además, los movimientos sociales cuestionan los valores establecidos, mientras que la tecnología amplifica tanto la influencia de las élites como las voces alternativas, razones que invitan a entender esta relación para abordar los desafíos contemporáneos.
El tema de las élites ha sido explorado desde diversas perspectivas: sociológica, política y económica. Vilfredo Pareto, en su obra La transformación de la democracia (1901), introduce la teoría de la circulación de las élites, que sostiene que estas no son estáticas, sino que cambian a lo largo del tiempo, con nuevas élites reemplazando a las anteriores en ciclos históricos. Gaetano Mosca, en La clase política (1896), argumenta que en todas las sociedades hay una minoría gobernante (la élite) que domina a una mayoría desorganizada, principalmente por su control sobre los medios de poder. En esta línea, C. Wright Mills, en The Power Elite, señala que en Estados Unidos una pequeña élite de líderes políticos, militares y económicos monopoliza el poder, influyendo en decisiones que afectan a toda la sociedad en beneficio propio.
Robert Michel, por su parte, plantea en Los partidos políticos (1911) la «ley de hierro de la oligarquía», sugiriendo que todas las organizaciones, incluso las democráticas, tienden a concentrar el poder en una élite. Según Michel, la burocratización y la centralización del poder son procesos inevitables en cualquier organización, incluso en aquellas que promueven la igualdad y la democracia. Pierre Bourdieu, en La distinción (1979), introduce el concepto de capital cultural, mostrando cómo las élites no solo poseen poder económico, sino que también utilizan el capital cultural (educación, gustos) para perpetuar su estatus. Este capital, junto con el económico y el social, les permite mantener su dominio sobre otras clases sociales. Norbert Elías, en La sociedad de corte (1969), analiza las élites aristocráticas en la Europa moderna, evidenciando cómo su cercanía al poder real y su control cultural les permitían mantener su posición. En su estudio sobre la corte de Luis XIV, muestra cómo estas élites utilizaron su proximidad al rey y su control sobre la cultura de la corte para asegurar su poder y reproducir su estatus.
John Higley y Michael Burton, en Elites, Crises, and the Origins of Regimes (2006), abordan la unidad o división dentro de las élites como un factor crucial en la estabilidad de los regímenes políticos, sugiriendo que las élites unificadas producen estabilidad, mientras que las divididas generan inestabilidad. Giovanni Sartori, en Teoría de la democracia (1987), sostiene que las élites son necesarias en las democracias para la toma de decisiones, pero subraya la importancia de establecer mecanismos que limiten su poder y exijan responsabilidad.
Cada uno de estos autores ofrece una perspectiva única sobre el papel y la naturaleza de las élites en las sociedades, enfatizando tanto la inevitabilidad de su dominio como la necesidad de renovarlas y controlarlas para evitar la concentración excesiva de poder.
La relación entre las élites y la meritocracia
Las élites no siempre están conectadas con la meritocracia, aunque en ciertos contextos, esta última puede ser un mecanismo que favorece la selección de élites. En una meritocracia, las personas ascienden a posiciones de poder e influencia en función de sus méritos personales, como habilidades, educación, logros y contribuciones. La premisa es que quienes están mejor preparados o son más competentes deben ocupar los puestos de liderazgo.
Idealmente, en una sociedad meritocrática, las élites serían individuos que han demostrado su capacidad y méritos, no necesariamente aquellos que provienen de familias poderosas o de clases altas. Sin embargo, las élites son grupos minoritarios que detentan el poder o control en diversos ámbitos —político, económico, cultural o social— y el origen de su poder no siempre se relaciona con méritos personales.
En muchas sociedades, el acceso al poder puede estar determinado por factores como la herencia, el capital económico, las relaciones sociales o el capital cultural, como plantea Pierre Bourdieu. En algunos casos, las élites pueden perpetuarse a través de medios no meritocráticos, como el nepotismo, el clientelismo o la pertenencia a redes sociales privilegiadas.
Tensión en las sociedades modernas
En las sociedades modernas, aunque existe un ideal de meritocracia, en la práctica, las élites a menudo no se forman exclusivamente en función del mérito. Incluso en sistemas que promueven la meritocracia, factores como la educación, el acceso a recursos y las redes sociales suelen estar sesgados hacia quienes ya pertenecen a grupos privilegiados.
Autores como Robert Michels, con su «ley de hierro de la oligarquía», argumentan que, incluso en sistemas democráticos o meritocráticos, la élite tiende a monopolizar el poder y perpetuarse. Una vez que alguien accede al poder, su tendencia es mantenerlo y cerrarlo a otros. C. Wright Mills, por su parte, sugiere que, en sociedades como la estadounidense, el acceso a la élite no depende únicamente del mérito, sino también de pertenecer a ciertos círculos cerrados de poder político, militar y económico.
¿De qué manera pueden las élites sin meritocracia perjudicar la dinámica de las sociedades modernas?
La falta de meritocracia en la formación de élites puede tener efectos negativos en la cohesión social, la equidad y la eficacia de las instituciones, afectando gravemente el desarrollo de la sociedad en su conjunto. Una de las principales consecuencias es la desconexión con la realidad social; al perder el contacto con las necesidades y preocupaciones de la población, las élites pueden tomar decisiones políticas y económicas que ignoran las realidades del ciudadano común.
Sin meritocracia, las élites que gobiernan tienden a consolidar la desigualdad, ya que el acceso a oportunidades y recursos se concentra en manos de unos pocos. Esto perpetúa la desigualdad económica y social, agravando el ciclo de pobreza y exclusión que afecta a generaciones enteras.
Las sociedades que carecen de un sistema meritocrático tienden a estancarse en el área de la innovación y la creatividad, y es que favorecer la preservación de su estatus, el liderazgo puede resultar en soluciones obsoletas frente a problemas contemporáneos, lo que dificulta la adaptación a los cambios estructurales de la vida en una era como la actual donde prima el postmodernismo.
Además, la erosión de la confianza pública es otra consecuencia significativa, si se percibe que las élites no son representativas ni están comprometidas con el bienestar general, disminuyendo la confianza en las instituciones, lo que puede llevar a la apatía política y a una menor participación ciudadana.
Las voces y necesidades de los grupos marginados quedan desatendidas, lo que genera un grave problema de representación, que puede conllevar a mayores conflictos sociales, ya que los grupos desfavorecidos se sienten excluidos y resentidos por la falta de oportunidades y representación. Por último, la ausencia de meritocracia puede dar lugar a la reproducción de círculos viciosos, donde el nepotismo y el clientelismo se convierten en la norma, impidiendo que personas talentosas de orígenes diversos accedan a posiciones de influencia.
Todo lo señalado es relevante cuando las élites suelen tener un papel central en la definición de los ideales de una sociedad, y estos ideales incluyen conceptos de justicia, igualdad, democracia y progreso, que a su vez influyen en cómo se entiende y aplica la meritocracia.
Desafíos Contemporáneos
Las élites actuales enfrentan varios retos significativos. En primer lugar, la creciente desconfianza pública ha llevado a una crisis de legitimidad, donde muchos ciudadanos perciben a las élites como desconectadas de las realidades sociales y económicas. En las últimas dos décadas, esto ha alimentado el surgimiento de movimientos populistas que cuestionan el statu quo y abogan por una mayor representación y voz para las clases desfavorecidas.
Sin embargo, en muchos países, estos movimientos han dado lugar a nuevas élites que, aunque prometen representar al «pueblo», a menudo replican las dinámicas de poder que criticaban, y en algunos casos, se convierten en élites delincuenciales. Esta situación ha agravado la dinámica global, incrementando la demanda de mayor transparencia y rendición de cuentas en sociedades que ya experimentaban frustraciones. Ahora, los ciudadanos observan cómo estas nuevas élites populistas pueden ser incluso más problemáticas que las anteriores, lo que genera un ciclo de desilusión y mayor frustración social
Conclusión
En resumen, aunque la meritocracia y las élites pueden estar interrelacionadas en contextos donde el mérito es un criterio clave para el ascenso, las élites no siempre se forman únicamente por razones meritocráticas.
En muchos casos, factores como el origen social, las conexiones políticas y el capital económico desempeñan un papel más determinante en la creación y perpetuación de las élites.
Esta dinámica resalta la necesidad de cuestionar y reformar los sistemas que permiten la concentración del poder en manos de unos pocos, para así promover una sociedad más equitativa y representativa.
El progreso es imposible sin el cambio, y aquellos que no pueden cambiar sus mentes no pueden cambiar nada. George Bernard Shaw