Javier Torres,
Occidente ha virado al proteccionismo y el triunfo de Trump es sólo la confirmación de un proceso irreversible que comenzó en 2016. Ese año, crucial para el mundo, tres hitos desmontaron la narrativa oficial: el Brexit, la victoria de Trump contra el establishment —mediático, político y hasta el de su propio partido— y el «no» del pueblo colombiano en referéndum a los acuerdos del presidente Santos con las FARC.
Esta ruptura de la clase media con el poder refleja, en los dos primeros casos, una vuelta al proteccionismo que los medios llamaron fascismo y en el mejor de los casos populismo iliberal. Hace ocho años el grueso de la prensa saludó la victoria de Trump con idéntica unanimidad norcoreana a la que asistimos estos días (Vallés, Ferreras, Alsina, Herrera, Camacho…), anunciando el fin de la democracia, el cierre de medios y el asalto a la Justicia mientras en España califican de acuerdos de Estado el reparto de jueces.
Ninguno de los viejos vaticinios se cumplió y Trump fue expulsado de la Casa Blanca a la que ahora regresa. Su victoria no es tan inesperada como la de entonces, pero tiene mayor trascendencia política: ha apartado a los RINOs y ha propuesto a JD Vance como vicepresidente en lugar de Mike Pence, elección que consolida la continuidad del trumpismo en el Partido Republicano cuando Trump, si no le matan antes, acabe su mandato.
Vance, de 40 años, es el tipo de patriota del que se ríen en la costa este, un paleto (hillbilly) procedente del medio oeste rural, una rara avis en una de esas universidades que, como Yale, forma a la élite con la que colisionó cuando se licenció en Derecho. Su procedencia humilde, a mitad de camino entre su Ohio natal y el Kentucky familiar, le permitió conocer las consecuencias del cierre de fábricas en el cinturón del óxido americano. Moraleja: nadie se ocupa de los grandes perdedores de la globalización.
Quizá esto explique no sólo que Trump arrase en el extenso territorio entre ambas costas, sino que le voten mayoritariamente hombres. Y eso no es ninguna sorpresa. Trabajadores afectados por la desindustrialización y la deslocalización, ambas consecuencias de la competencia desleal a la que tantos llaman libre mercado. Hombres empujados a emigrar, víctimas de la reconversión industrial, pues donde antes había empleos ahora hay ayudas estatales y fentanilo. Y encima la acusación permanente de provocar desastres naturales —cambio climático— por conducir un coche de combustión.
Que la victoria de Trump no es ningún paréntesis en el giro proteccionista occidental lo sabe hasta Fukuyama, que reconoce en El liberalismo y sus desencantados que algo falla. El autor que proclamó el fin de la historia con la caída del Muro de Berlín explica que el neoliberalismo ha incrementado drásticamente la desigualdad económica y ha provocado devastadoras crisis financieras que perjudican a la gente corriente mucho más que a las élites adineradas en muchos países del mundo.
Algo de eso se huelen también quienes descubren ocho años después que la clase trabajadora vota a los republicanos y las rentas más altas a los demócratas, por eso es imposible entender el trumpismo y cualquier otro movimiento patriota bajo el viejo paradigma izquierda-derecha. Esos obreros y la clase media depauperada no se rebelan contra rojos ni comunistas, sino contra el globalismo, ese proyecto mundialista que arrebata soberanías, culturas e identidades y concibe a los hombres intercambiables porque son individuos, no personas.
Trump contrapone su modelo, el America first, que implica la defensa de las fronteras frente a la inmigración masiva, la preferencia del producto local con los aranceles, la paz en el exterior en lugar de ser la policía del mundo, la industria autóctona frente a la deslocalización en países del tercer mundo. Si no hay condiciones de igualdad no hay libre mercado posible y si los productos se fabrican con mano de obra esclava y sin los controles fitosanitarios exigidos a los productores nacionales, entonces el Estado debe reaccionar.
Es, en fin, la recuperación de una clase media venida a menos, como bien sabemos aquí, sobre todo al recordar lo que Franco le dijo al general norteamericano Vernon Walters tras la visita de Nixon a España: «Mi verdadero monumento no es aquella cruz del Valle de los Caídos, sino la clase media española».