MARÍA DURÁN,
Rocío de Meer me parece una excelente parlamentaria. Firme y rotunda. Sin complejines. Que llama a las cosas por su nombre, especialmente a la inmigración ilegal. También me parecía, como cualquiera que haya sufrido el odio enfermizo de Pablo Echenique, una persona estupenda, a pesar de que no había tenido oportunidad más que de saludarla brevemente tres o cuatro veces.
El lunes pasado no hacía precisamente frío en Madrid. Pero unos cuantos miles de ciudadanos quisimos acompañar al sindicato Solidaridad en la Plaza de Chamberí para decirles a los políticos que han decidido obedecer a intereses poco claros que pasan por nuestra pobreza involuntaria, que no cuenten con nosotros más que para plantarle cara a la Agenda 2030. Y como a De Meer no le corre ketchup por las venas, sino sangre española, allí estaba ella. Al sol durante todo el acto, con su tripa de embarazo de casi nueve meses. Sin un mal gesto, sin demostrar cansancio. Sonriente con todos los que se acercaban a saludarla y dedicando tiempo familiar de un día festivo a una causa que a cada vez más personas, nos parece superior a casi cualquier cosa.
Pude después hablar con ella de muchas cosas —la mayoría off the record— y especialmente de maternidad. De la llegada inminente de su tercer bebé, que presumiblemente no se llamará Rodrigo Jorge, de nuestros otros niños, de los que ya nunca dejaremos de crear stickers en WhatsApp, de lo complicado de que nuestros hijos crezcan en este mundo cambiante y cada vez con menos valores: «Criar es cansado pero no es difícil, lo difícil es educar en este mundo», me dijo Rocío. Y a mi se me quedó grabado, porque es precisamente por eso por lo que yo soy otra desde que soy madre.
Hace seis años, mientras esperaba a mi primer bebé, escribía argumentos perfectos contra el socialismo o el comunismo. Pero fue cuando descubrí que unos lumbreras con aires mesiánicos querían que ya, no yo, sino mis hijos —¡MIS HIJOS!— comieran grillos, fueran en patinete, no pisaran los centros de las ciudades destinados a los ricos y en definitiva, no tuvieran nada y fueran felices, que mis objetivos vitales cambiaron. Si hace seis años alguien me hubiera dicho que acabaría en una manifestación del Día del Trabajo como la del sindicato este primero de mayo, me habría reído. Ay. lo que hacen los hijos.
El domingo es el Día de la Madre, y es un buen momento para recordarles a los gretos del mundo, que mientras haya madres cuerdas velando por sus hijos, su agenda de miseria no podrá triunfar, ni en 2030 ni jamás. Que quizá nosotras no veamos cambiar el mundo hasta volverse cuerdo de nuevo, pero vivimos para sentar las bases que permitan a nuestros hijos rematar tanta maldad e imbecilidad de los que recorren el mundo en avión privado diciéndonos a los demás que lo ideal es no movernos jamás a más de quince minutos de casa.
Para decirles a esas que quieren llamarse feministas pero no son más que esclavas de los que las han despojado de su naturaleza femenina, que muchas no caeremos en su corriente antinatural. Que sabemos que ser madre no es una renuncia, sino una elección de lo mejor. Y que no hay mujer más empoderada que la que usa su cuerpo para todo aquello para lo que la ha dotado la naturaleza, incluyendo dar vida.
Así que sirvan estas líneas para reivindicar a Rocío, a María, a Carmen, a Julia y a Laura, las madres que me inspiran en mi vida diaria. Para felicitar a todas las mamás que lo son con todas las letras. Para recordarles que ellas, junto a los hombres y las mujeres buenos, cambian el mundo. Que vivan las madres que nos parieron.