ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ,
Estamos inmersos en una sociedad tan competitiva que la única pregunta en los medios es quién ganó el debate. Embebidos con la meta como purasangres en el Prix de l’Arc de Triomphe, nos perdemos las sutilezas, las honduras y hasta las amenidades del deporte y del paisaje. Por ejemplo, del debate del miércoles apenas se está hablando de que lo salvó Santiago Abascal.
Lo salvó —para ser más precisos— su elegancia, y eso superpone otra capa de invisibilidad. Ya se sabe que lo elegante tiene que ser tan natural que apenas se perciba. Si choca, será original o atrevido, pero no elegante. Cuentan de un caballero al que, cuando entraba en una fiesta, le dijeron: «¡Qué elegantísimo vienes!», y empalideció de horror. Se dio la vuelta y se cambió en su casa. Si se notaba tanto, no era elegante. Lo de Santiago Abascal se notó lo justo, pero poco. Nadie dice, como digo, que él salvó el debate.
Pedro Díaz y Yolanda Sánchez y viceversa iban dispuestos a despedazar a Feijoo. Hasta lo habían asegurado en declaraciones previas, con premeditación. Sin embargo, Santiago cortó por lo sano. No permitió que se atacase a un ausente que no se podía defender. Lo intentaron varias veces hasta que la firmeza berroqueña de Abascal los desalentó del todo.
De esto sí se han dado cuenta algunos, claro, porque fue palmario, pero no del hecho de que el debate, si Abascal no se hubiese echado sobre los hombros la obligación de encauzarlo, se habría precipitado hasta convertirse en un repulsivo despiece del ausente. Observen que el presentador y el coro de comentaristas también tiraban con bala a Feijoo, al que apuntaban una y otra vez.
Santiago Abascal podría, por tacticismo, haberse abstenido. Dejar que los otros se enfangaran en la crítica al líder del PP y él quedarse fuera poniendo hipócritamente cara de indiferencia y de impotencia. Maquiavelo le habría aconsejado esta postura. Con eso, él habría quedado ante la audiencia como el único referente de una derecha que sí que se defiende y planta cara a la izquierda. La espantada de Alberto Núñez Feijoo habría resultado más subrayada. No lo permitió a pesar de su evidente conveniencia.
El mérito es mayor cuando Feijoo no ha hecho nada para ganarse su aprecio. Tenía razón Pedro Sánchez en que el gallego no había ido al debate para no aparecer junto a Santiago Abascal, como yo había dicho aquí. Obsérvese que Abascal ni se ofendió ni se defendió ni una vez de ese feo ni se revolvió contra Sánchez que se lo repetía con saña de abusón; y, en cambio, saltó a defender al que le hacía el feo, sin el más mínimo ajuste de cuentas.
La elegancia siempre es moral, en última instancia. Josep Pla lo dijo más claro: «La forma más alta de la elegancia: la caridad». Por esto, tampoco se tiene que enterar la mano derecha de las elegancias de la mano izquierda. El debate siguió su curso con un diálogo vivo, pero no bronco. Todo el mundo ha notado la diferencia —ésa sí— con el cara a cara de Sánchez & Feijoo. Si el debate resultó ilustrativo para conocer las posturas de cada cual, el agradecimiento a la contención (de contenerse él y de contener a los otros) del líder de Vox debería ser transversal. Incluso los votantes de Yolanda Díaz le deben que Abascal salvase a su líder del ridículo de ensañarse con un vacío, con lo surrealista que eso hubiese quedado.
No sé si lo agradecerán, porque, al fin y al cabo, el agradecimiento es el culmen de la elegancia. En cualquier caso, aquí lo hacemos. Ah, y además Santiago Abascal ganó el debate, aunque eso no sea tan importante y significativo como el señorío.