lunes, noviembre 25, 2024
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Adiós, Dragó

Esperanza Ruiz,

A Sánchez Dragó la parca le pilló tuiteado. Hace un par de meses se preguntaba si le tocaría antes al emérito (fallecido Benedicto XVI, sólo queda uno), a Vargas Llosa o a él. Siempre se van los mejores.

El director de La Gaceta me da la oportunidad de despedirle en estas líneas y lo hago como compañera de columna. Ríos de tinta glosarán su extraordinaria vida y su extensa obra. Servidora no es autoridad en ninguna de las dos.

La noticia del fallecimiento de Sánchez Dragó ha hecho asomar en mi consciencia, al rememorar la primera vez que leí al escritor, un privilegio. Yo era una chiquilla que, a mediodía, antes de regresar a las clases de la tarde, hojeaba, tirada en el suelo y ensuciando el uniforme, el periódico. Generalmente leía todas las excentricidades que encontraba —la prensa de hoy sería Disney World para la niña que fui—. Recuerdo leer a Arrabal y recuerdo la columna de Dragó en El Mundo en la que explicaba con detalle a los lectores los quince tipos de comprimidos y brebajes que ingería a diario para conservar el vigor y la tersura. He hablado de privilegio porque ni en broma aquella adolescente habría soñado con compartir espacio periodístico con el admirado autor.

Hablamos a partir de uno de mis primeros artículos. Fue generoso, mucho. Me leyó y me ofreció su amistad: «No te conozco, Esperanza, pero aquí tienes un amigo».

En conversación telefónica me contó de Emma. Le encantaba presumir de novia veinteañera. Me explicó que sus colegas carcamales le preguntaban cómo era posible que una chica joven y guapa estuviera con él y que ella les respondía que la suerte era suya. Dragó fardaba de Emma y Emma documentaba los días y las noches de Dragó.

Conocí el divertido dragocentrismo cuando se indignó porque yo no sabía que su madre era alicantina. Ella le llamaba Nano de pequeño —talento precoz en la lectura— y, ahora, con más de ochenta años afirmaba ser un «fin de raza» por sus gustos primarios y cosmovisión. Desde luego, era un antimoderno y su pensamiento libre repudiaba el gregarismo de nuestra sociedad.

Llamo a Tamarón. Le digo, preocupada, que no he leído Gárgoris y Habidis. Me contesta que probablemente ni Sánchez Dragó ha leído Gárgoris y Habidis. Es más, que probablemente él se asombraba de los que leían Gárgoris y Habidis. Mi madre, que tampoco ha leído Gárgoris y Habidis, me llama para decirme que no perdona a Sánchez Dragó que no hubiera incluido la Venida de la Virgen de Elche en Gárgoris y Habidis.

Santiago de Mora-Figueroa, marqués de Tamarón, compartió programa televisivo con Fernando y dice que éste le enseñó la risa. Recuerda a Scaramouche para definir su herencia: «He was a man born with the gift of laughter».

Sánchez Dragó tuiteó con Nano, el gato que se llama como le llamaba su madre alicantina, subido a su cabeza y poco después murió. Consideraba al animal casi una divinidad por tanto él, moderadamente encarnacionista por convicción, lo tenía como una segunda opción para tal menester. Contemplaba la reencarnación como la hipótesis más científica, razonable y racional formulada hasta ahora en lo relativo a las postrimerías. Su elección primera sería una mujer guapísima, inteligentísima e indecente. Anaïs Nin o Hedy Lamarr le valían.

Dragó, un poco teósofo; un poco pícaro del siglo de Oro; lector, que no bibliófilo; poseedor de ciento veinte mil desordenados libros; encantado de haberse conocido; hombre universal del Renacimiento y Casanova; iluminado con un gran sentido del humor y especialmente brillante en el artículo fue uno de esos casos en los que se puede afirmar sin temor a equivocarse que la vida del autor es superior a la obra. Y qué obra.

Leo en el obituario de Julio Tovar que Sánchez Dragó admiraba a Maupassant. Sonrío al recordar que Maupassant, como broma, hacía ir al burdel a un notario para que certificara ante Flaubert —de quien era hijo espiritual— sus innumerables «empalmes».

Fernando Sánchez Dragó tuiteó ayer con Nano encaramado a la testa y, poco después, le apretó la coronaria.  No sé qué tiempo hace hoy en Castilfrío pero a mi izquierda, en el hueco de su columna, hiela.

Te conocí poco, Fernando, y, sin embargo, aquí dejas a una amiga.

Fuente: La Gaceta de la Iberosfera

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