jueves, noviembre 28, 2024
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Adversarios o enemigos

David Cerdá,

Se habla mucho de la polarización, mucho menos de lo que la causa; creo que por tres motivos. El primero es que referirse a lo que nos está triturando sería acabar con el negocio del que vive tanto mediocre e impresentable que medra. Dos, es mucho más divertido chillar y tener la satisfacción pseudomoral de que es un problema de los demás que ponerse a pensar como es debido (pensar es muy cansado cuando no le has cogido el tranquillo). Tres, si abrimos ese melón, el de las causas, lo mismo tenemos demasiado de que avergonzarnos, porque es un problema de educación: el legislador y su tarea de acoso y derribo al saber, los ciudadanos por hacer dejación de funciones y creernos poco más que clientes y adocenarnos, los padres que no hacen su parte otro tanto, etcétera. Dónde va a parar: mucho mejor gritar, como si no hubiera un mañana, «¡polarización!» y abrir otra cerveza o descorchar otro vino.

Como me consta que todavía hay gente deseosa de saber aunque ese saber moleste —sé que hay muchos entre nuestros lectores—, voy a nadar a contracorriente y tratar de explicar una de las grandes causas de la polarización que nos agobia: buscamos enemigos, ya no queremos adversarios.

Un adversario es una cosa muy seria: huele a respeto, determinación y desafío. Un adversario se nos enfrenta, y al entrechocar con las nuestras sus armas dialécticas, perfila nuestros argumentos. Cada persona que se nos opone de buena fe nos mejora. Un adversario disiente con nosotros con honor y mirándonos a la cara; en cambio, a un enemigo no lo vemos venir por la espalda, y lo acuchillamos por la misma parte en cuanto podemos. Dolus an virtus, quis in hoste requirat; «valor o engaño, si es con el enemigo, todo vale», decía Marcial en uno de sus epigramas.

Hay demasiados de nuestros compatriotas que han dejado de entablar batalla, limitándose a hacer gracietas con su hinchada, a coleccionar zascas como quien colecciona pokémons y a hozar en su mullida trinchera mientras escupe de lejos —cuánto cobarde internauta— a sus enemigos. Sobre el imparable avance de la cobardía en nuestro país (y no solo en él) ya he escrito bastante, de modo que me disculpará el lector que en esta ocasión no me entretenga en ello. Tan solo constato aquí cómo ese hecho está acortando las inteligencias, dejando a nivel discursivo de gymbro a demasiados. Señoras y señores: estamos dejando de argumentar, estamos dejando de discutir seriamente. El resultado es la sustitución de la dialéctica por la ideología, y como resultado una tribalización progresiva, una vuelta atrás que algunos que todo lo despachan con un «nazi, rojeras, facha, perroflauta» saludan nada menos que como progreso.

Qué espectáculo es hoy ver a una persona exponerse a intercambiar argumentos: a conversar de veras. De pronto, alguien rompe el pacto de silencio —esta calderilla a la que hemos llamado, pásmese, «tolerancia»— y se atreve a contar su punto de vista sobre la situación de la mujer, el estado de la educación, la deriva de la geopolítica o por qué los principios importan y notas como mucha gente en derredor lo mira como si fuera Google Maps recalculando ruta. «Donde están los eslóganes, los idearios políticos, los clichés que los amados líderes nos aportan», se preguntan los desubicados. A eso le suele seguir algún enfado infantil o el intento de reconducir al valiente al redil de lo que no se nombra: «Vamos a llevarnos bien», suele ser la consigna.

Lo que hay al fondo del zasca y el rehuir la argumentación son convicciones de pacotilla, debilidades ocultas bajo aluviones ideológicos; basura y estopa. Cuando uno no ha pensado lo que siente, ni sentido lo que piensa, pasa lo que pasa: que uno teme el intercambio dialéctico más que a una manada de zombis. Me acuerdo, en este sentido, de una gran película, Fresa y chocolate, en la que un cubano libre desafiaba a su contraparte, un agente del partido, a probar un vaso de güisqui norteamericano, al tiempo que lo pinchaba: ¿no te da miedo volverte un cerdo capitalista por echar un trago? Su respuesta fue antológica: no hay nada que temer, si las convicciones son fuertes. Lo que más ocurre hoy es lo contrario; un sinnúmero de personas cree vivir en una catedral argumental, pero lo que habitan es un chamizo de opiniones. De ahí el miedo a parlamentar que ya ha podrido el parlamento y el zafio gusto por las etiquetas (fascista, sociata, rojipardo). Qué impensable, por cierto, una película como Fresa y chocolate en nuestros días, un combate entre personas con ideas enfrentadas sobre casi todo que acaba en unos pocos consensos muy grandes y la más cálida de las amistades.

Hemos llegado al punto en que muchos, cuando coinciden en un asunto con un partido que está en sus antípodas políticas (es un decir: no existe eso, es un invento de quienes se lucran con nuestras polarizaciones), corren a disculparse públicamente, no sea que alguien dude de sus inquebrantables lealtades. Es como si coincidir con ellos nos infligiera un estigma, como si uno pudiese infectarse por estar de acuerdo con quien en lo demás piensan distinto. Ni hablemos de que un representante político se tome un café o se le vea reír con su oponente: se exige acabar de inmediato con esa cercanía humana, y de paso algún exabrupto que marque de nuevo ansiolíticas distancias.

Hay que atreverse a dudar y mostrar flancos vulnerables al conversar de veras. Pero hace falta autoestima para eso, es decir, cierta preparación y vergüenza torera. Detrás de cada gañán de Twitter, de cada cuñado histérico enfundado en una bandera identitaria, hay una autoestima maltrecha. Me he preguntado muchas veces qué pasaría con la salud mental de tantos si Elon Musk decidiera cerrar el chiringo y nadie lo sustituyera, dividido como estoy entre la idea de que ese desahogo alivia a algunos y la de que en realidad aminora aún más a quienes se sienten tan pequeños. No sé cuál de ambas hipótesis se acerca más a la realidad, pero vive Dios que me gustaría comprobarlo.

«El que lucha contra nosotros nos refuerza los nervios y perfecciona nuestra habilidad», escribió Edmund Burke. Piden adversarios en la batalla de las ideas quienes gozan de pensar y tienen arrestos para reconocer, venga de donde venga, lo bueno. Solo los lúcidos, los fuertes y valientes, pueden tener adversarios; los débiles y cobardes (los ideologizados) se tienen que conformar con tener enemigos. Hay que dar gracias todos los días a quienes se nos oponen aportando razones, porque mejoran nuestro juicio y así pues nuestra vida en múltiples aspectos. Esta actitud deportiva, que también es el amor por el toro del torero, es la que nos va a sacar de la charca en la que nos quieren los entretenedores groseros, los descuideros políticos y los demás deshonestos.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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