CARLOS MARÍN-BLÁZQUEZ,
«Ponte en su lugar», nos decían. Ponerse en el lugar del otro era la consigna infalible con que allá en nuestra niñez se nos aleccionaba cada vez que ofendíamos a alguien. «Ponte en su lugar, piensa en cómo se siente». También es el modo en que, en que a medida que maduramos, nos esforzamos por entender comportamientos a primera vista desconcertantes. Hacemos eso, tratamos de que nuestra mirada trascienda el dato concreto y se aplique a dilucidar las causas que lo explican. Ponerse en el lugar del otro es pues un ejercicio privativamente humano: un acto de la voluntad y un empeño de la imaginación. Es lo que impide que la convivencia se haga añicos a la mínima presión de las circunstancias. Es uno de los pilares que sostiene —o ha sostenido— ese ámbito tan delicado y complejo al que llamamos civilización.
La vida en sociedad trata del establecimiento de intereses compartidos, vínculos afectivos y canales de comunicación entre sus integrantes. Para entender al otro es necesario que exista un rasgo básico de identificación con él. Si el otro nos resulta por completo ajeno, si en su manera de conducirse o en el cariz de sus opiniones detectamos una cualidad de permanente extravagancia, puede que en un primer instante nos resulte pintoresco, divertido incluso, pero más tarde, a medida que esa tendencia hacia lo estrafalario se agrave y el número de personas que la comparten no deje de ir en aumento, lo que al principio nos parecía un elemento de feliz heterodoxia y de colorida originalidad se nos acabará revelando como una peligrosa amenaza.
En términos colectivos, una amenaza es aquello que pone en riesgo la cohesión que una sociedad necesita para que, más allá de la necesaria diversidad de quienes la forman, exista un punto de coincidencia acerca de la dirección en que todos se proponen avanzar. Es justamente la imposibilidad de establecer ese acuerdo lo que le da a la mayor parte de las sociedades europeas de hoy una apariencia de penoso estancamiento. No hay proyecto compartido y los líderes al servicio de la ideología dominante carecen de la entidad necesaria para impulsar nada; no hay objetivos que vayan más allá del mantenimiento de un bienestar material cuya continuidad parece cada vez más amenazada; no hay una autoridad con el vigor moral e intelectual necesarios para despertar a una población narcotizada —que confunde el arte de ordenar la vida en común con la descalificación injuriosa del que piensa de manera diferente— y plantar cara un poder que vive ensimismado en sus propios delirios. Y, sobre todo, no existe ya un lenguaje que nos permita comunicarnos.
Esto último es lo esencial: la desaparición de un idioma que nos vincule. Es seguramente el suceso que está en el origen de la agonía en que nos vamos precipitando por el sumidero de la historia. Se trata, además, de un fenómeno auspiciado por nuestra clase gobernante. Hubo un tiempo en que el poder, en la medida en que era percibido como custodio de una visión unitaria de las cosas, disfrutaba del prestigio que se otorga a quien vela por que ciertos términos conserven su significación original. Pero ahora sucede lo contrario. Una élite degradada y envilecida ha comprendido que para asegurarse la perpetuación de sus privilegios debe dedicarse a levantar un muro de incomunicación entre los ciudadanos. Por eso vemos cómo proliferan fenómenos que hasta hace muy poco nos hubieran resultado inimaginables. Años atrás, un conservador genuino y un marxista ortodoxo confrontaban sus puntos de vista porque compartían unos fundamentos elementales acerca de la realidad constitutiva del mundo. Uno y otro podían comprender —que no necesariamente compartir— el parecer del que tenían enfrente. Pero hoy el adversario ideológico habla un idioma distinto por completo al nuestro y eso provoca que resulte imposible ponerse en su lugar. Cree que el lenguaje sirve para cambiar la naturaleza de las cosas y adaptarlas a su visión voluntarista y más o menos delirante de cómo tiene que ser el mundo. Y ahí se acaba toda tentativa de discusión razonable. Si lo que términos esenciales para el futuro de nuestra sociedad como «educación», «inmigración», «cultura», «nación» o hasta «hombre y mujer» se encuentran en el vértice de un cuestionamiento permanente es que la sociedad, tal y como la hemos conocido hasta la fecha, está en trance de disolución. Todo lo que podemos hacer es mantenernos fieles a la verdad primigenia de las cosas. Defender que las palabras, limpias del cieno de las adulteraciones, son el vínculo imprescindible que nos une a la realidad. Y denunciar la ínfima catadura de esa caterva de sofistas que, parafraseando a Alasdair MacIntyre, han convertido la convivencia diaria en una guerra civil continuada por otros medios.