sábado, noviembre 16, 2024
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Ahogados en una montaña de nueces (y otras cosas)

JOSÉ JAVIER ESPARZA,

Urkullu es una mina. El presidente de la comunidad autónoma vasca es tal vez el político que, quizá sin quererlo, mejor está expresando hasta qué punto el sistema de 1978 ha muerto ya. El otro día venía con el cuento de que en realidad no era la independencia lo que quería, sino verse reconocido como nación en un Estado compuesto, o sea, la cosa confederal. Algo, por cierto, no muy distinto de lo que dijo Feijoo en esas declaraciones que la leal prensa feijoyana silencia sistemáticamente, no vaya a ser que… ¡Pero claro que el PNV no quiere la independencia! Nunca la ha querido, porque no podría mantenerla. Lo que quiere es ser una suerte de Gibraltar (esta vez no vaticanista, como decía Indalecio Prieto, sino más bien Agenda 2030) privilegiado y mantenido por el resto de España.

Un poco tarde, amigo Urkullu: esa página se ha pasado ya, y por vuestra culpa. Recogíais las nueces que caían del árbol que movía ETA y ahora os veis ahogados bajo una montaña de nueces, sacando una mano inútil del montón a ver si alguien os hace caso. Dejasteis que se construyera una cultura social y política hipernacionalista en el País Vasco y ahora el fruto se lo llevan los hijos de los que movían el nogal. Es natural: vosotros los habéis convertido en los buenos, los puros, los auténticos vascos. Bonita jugada aquella de traicionar al funesto Rajoy para apoyar al prometedor Sánchez, ¿verdad? Eso se llama pasarse de listo. Ahora Urkullu saca otra mano del montón y nos sale con una nueva palinodia trágica: un pacto entre PSOE, PP y PNV que recomponga las cosas. El PP seguro que se apuntaría: está en su naturaleza. Pero también para esto es tarde ya. Lo increíble es que no lo ven.

La derecha, ahogada bajo el palio
Nada de todo esto se entiende si no subrayamos algo fundamental, a saber: que eso que llamamos «sistema de 1978» no se sostiene sólo sobre una Constitución, sino que más bien descansa en la densa red de pactos trabados por encima y por debajo del texto constitucional al menos desde 1977. Por eso es un «sistema». En cierto modo, es el modelo de la Restauración de 1876. En ésta, la Corona decidió apoyarse en dos partidos moderados de derecha e izquierda para garantizar una vida pública relativamente pacificada; conservadores y liberales podían hacerse la guerra en el escenario, pero, tras el telón, todos estaban de acuerdo en mantener el teatro. Lo que se hizo en 1978 fue muy semejante, con la salvedad de que esta vez, y en buena parte por influencias exteriores bien documentadas, se incluyó en el reparto a los nacionalistas autodenominados «moderados». (Sí, ya sé que me repito, pero la repetición, como es sabido, es un arma pedagógica). Lo que seguramente nadie pudo prever en aquel momento —o no quisieron preverlo— fue que los firmantes de aquel pacto no escrito terminaran abjurando de sus compromisos, primero por la deslealtad de los nacionalistas, que aprovecharon la situación para ir construyendo poco a poco sus respectivas nacioncitas bajo el amparo de las «nacionalidades» constitucionales (esa desdichada palabra), y después por la deserción del PSOE de Zapatero, que cambió el juego para apoyarse en unos nacionalistas ya devenidos en separatistas frente al PP. Aquello rompió la baraja. Es asombroso que en el PP aún no hayan tomado conciencia del gran giro de la situación.

Imaginemos un palio gallardamente portado por cuatro monaguillos: el centro-derecha, el centro-izquierda, el nacionalismo vasco y el nacionalismo catalán; bajo la bambalina, el rey enarbolando la santa Constitución. De repente, tres de los portadores se marchan y el grueso mantón cae sobre el cuarto, que queda enteramente cubierto por él y sin ver nada: así está el PP desde entonces, y basta escuchar a Feijoo y sus cantores para constatar que aún sigue ahí debajo, sin atreverse a levantar los faldones, viviendo en un mundo que ya no es. Ahora uno de los que abandonaron el palio, el PNV, constata que ha tomado el camino equivocado y trata de recuperar su varal. Por eso Urkullu clama por un pacto PP-PSOE-PNV: para encontrar de nuevo su sitio. Pero el PSOE sigue sin estar, porque ya ha encontrado un palio nuevo y socios también nuevos: Esquerra Republicana en Cataluña y Bildu-Batasuna en el País Vasco, con los que está mucho más cómodo. Y ahí va el pobre Urkullu, alma en pena, tratando de levantar el mantón que cubre a Feijoo. Como no logran levantarlo, ambos claman: «La culpa es de VOX». Y los otros tres, los que se marcharon, ríen a mandíbula batiente: «Eso, eso, echadle la culpa a VOX». Qué tristeza, señora.

Por cierto: es evidente que la encarnizada campaña contra VOX disparada en las últimas semanas obedece a una lógica semejante. Para una cierta derecha española, aún apegada al viejo modelo (esa derecha que sigue bajo el palio, aferrada patéticamente al varal, cegada por el telón, irremediablemente a oscuras), nada habría más dichoso que volver a los «pactos de Estado», aquellos que tantas veces emanan de Feijoo y que, obtusamente, se ofrecen una y otra vez al PSOE, es decir, a un partido en absoluto interesado en pactar con el PP Estado alguno. Cuando la izquierda o los nacionalistas rehúyen el acuerdo, los órganos feijoyanos cantan al unísono: «¡Ah, si no existiera VOX!», «¡ah, qué grave problema es VOX!», «¡hay que matar a VOX!». Pero el PP y sus medios cantores, precisamente porque no ven, porque el palio ha caído sobre ellos y los ha hecho noche, son incapaces de entender que ya nadie quiere esos pactos, que los eventuales interlocutores están a otra cosa. Aún peor: que el único partido interesado en mantener medianamente enhiesto el modelo constitucional es precisamente… VOX.

Si es verdad que Dios castiga con malos políticos a los pueblos que renuncian a ser ellos mismos, entonces nuestro pecado colectivo debe de ser terrible.

Fuente: La gaceta de la Iberosfera

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