Las culturas que predican las virtudes de la pobreza suelen lograr, precisamente, aquello por lo que rezan. Alvin y Heidi Toffler.
Sin temor a equivocarnos podemos afirmar que los acontecimientos que se vienen sucediendo en el país de manera continuada hace largo tiempo, mantienen en sobresalto permanente y en total incertidumbre al ciudadano venezolano y a los posibles inversionistas de otros lares. La obsesiva actitud del régimen que trató de imponer Chávez y continuado por Maduro y sus cómplices, contrario a nuestra idiosincrasia, a nuestra cultura, a nuestros principios y valores, impide prever las consecuencias de sus decisiones calculadas, circunstanciales e inconsultas cuyos nefastos efectos se sienten. Las instrucciones con fines meramente ideológicos y políticos, son del dominio público, provienen de otro país asolado por el hambre y la miseria pero férreamente dirigido por una dictadura brutal y embrutecedora.
Es motivo de preocupación extrema el acelerado proceso de destrucción moral y material de la nación venezolana ante la complaciente mirada de otros países, otrora defensores a ultranza de la democracia, a quienes sólo preocupan sus intereses materiales. Más alarmante aún es la sordera, el desdén y la displicencia con que algunos sectores de la oposición vienen tratando el clamor del pueblo venezolano, dentro y fuera del territorio nacional, con sus respetables excepciones.
En Venezuela se han agudizado los efectos de un tsunami político, económico y social provocados por un grupo de desadaptados, ambiciosos y resentidos, más los asociados al poder, que nos ha desviado y amenaza con dejarnos al margen total del progreso, en desmedro de los más pobres y la casi inexistente clase media del país, que ha puesto a un elevado porcentaje de su población, más del 80%, a vivir prácticamente en la indigencia.
Asistimos atónitos y casi de manera inanimada a un proceso de regresión cultural en donde el gobierno es el principal agresor del Estado. La concentración de poderes, el uso indebido de sus funciones y el saqueo de los grandes recursos provenientes de la renta petrolera ha permitido a un grupo de asaltantes y usurpadores hacer lo que les viene en gana sin el más mínimo respeto por los ciudadanos y sus derechos, ante la mirada distraída de propios y extranjeros. Hemos pasado del Estado del disimulo, como lo catalogaba José Ignacio Cabrujas, al Estado del descaro, donde “la expresión circunstancial del Estado, que es el gobierno, es la de un cretino al que debes engañar si quieres sobrevivir.” Verdaderamente indignante esa situación.
La máxima aspiración de todo ser humano es vivir bien y dignamente, ya lo han repetido muchos. Vivir bien es vivir en libertad la cual tiene como contraparte la responsabilidad, por lo que podemos llegar a la conclusión de que sólo los irresponsables escogen vivir como esclavos tanto de lo que dicen como de lo que hacen o dejan de hacer. Cuando dejamos que otros digan o hagan por nosotros, sin siquiera consultarnos, es porque hemos perdido la libertad.
El presidente usurpador, dicho bien claro, Nicolás Maduro, se ha autoerigido en el dueño de nuestro destino, de nuestra libertad, de la cual hemos cedido espacio por dejación, por miedo, por indiferencia o por irresponsabilidad. Hemos permitido que desintegre nuestra sociedad y traicione nuestra Patria. La siembra de odio, el lenguaje instigador y manipulador, el tono irrespetuoso y burlón, el aprovechamiento de la ignorancia, nos ha conducido a formar parte de una sociedad de clases distintas e irreconciliables. El régimen desintegrador ha convertido el conflicto en guerra y el diálogo en ofensa, tanto entre nosotros como entre las naciones del mundo.
Estamos como dijera Henry Hazlitt en una situación en que el mayor peligro actual es que la impaciencia y la ignorancia se pueden combinar para destruir en una sola generación, el progreso que llevó incontables generaciones a la humanidad conseguir.