Carlos Marín-Blázquez,
En unas declaraciones recientes, el director de cine Pedro Almodóvar ha tildado de egoístas a quienes deciden tener hijos. «En engendrar un hijo propio hay un gesto egoísta», han sido sus palabras exactas. Produce un poco de vértigo imaginar la altura del pedestal hasta el que hace falta encaramarse para expeler una afirmación de tal calibre. Pero es que ésta no es la desaprensiva cogitación de un miembro más del gremio del espectáculo. Hace tiempo que la voz del director manchego resuena en cada entrevista que le hacen con la contundencia justiciera de un Savonarola. Como ha sugerido Alberto Olmos, sus películas parecen ya una mera coartada para, al hilo de su estreno, esgrimir el derecho a desahuciar civilmente a quienes no comparten su visión de las cosas.
Esto es precisamente lo que lo vuelve relevante. No el peso intelectual de las ocurrencias que va desgranando por las portadas de los mismos medios que desde hace decenios lo encumbran como artífice genial, sino su proyección abrumadora sobre una parte de la sociedad que, lobotomizada por decenios de propaganda y cultura oficiales, vive encapsulada en su hermético universo de apriorismos sectarios.
Así pues, Almodóvar es un síntoma. El síntoma de un sector de la sociedad que contempla la realidad en términos binarios. A brochazos, sin matices. Sin necesidad de esfuerzos mentales para discernir lo complejo que puede llegar a ser un asunto. Se trata por lo general de individuos que no carecen de estudios superiores y aseguran que tienen «inquietudes culturales» y presumen de lecturas y viajes y, sin embargo, despachan cualquier polémica donde intuyan la presencia de alguna vertiente espinosa, de alguna ambigua rugosidad existencial o sociológica con un tópico virtuoso que de inmediato los catapulta al cielo de los justos.
A estas alturas del proceso de desintegración en que vivimos inmersos, el verdadero drama se localiza menos en la cuestión política y económica que en la paulatina desaparición de aquellas clases cultas que, desde sus respectivas posiciones ideológicas, aún sabían sostener y rebatir opiniones por la vía de la argumentación. Puede que no viajaran demasiado o que sus logros académicos tuvieran menos relumbre que los de los multititulados y políglotas licenciados de hoy, pero muchas de ellas eran personas con sentido común y criterio independiente, vigilantes con el poder y provistas de la suficiente estima propia como para evitar sucumbir a la humillación lastimosa que hay tras el hecho de dejarse engañar, una vez tras otra, por la galería de fatuos indocumentados que marcan el signo de nuestra actualidad.
El problema de haber elevado a personas como Almodóvar a la categoría de oráculo es que la infantilización a la que nos estamos condenando rebaja el debate público a un estado de empantanamiento que nos impide avanzar como sociedad. No se trata de que el director manchego defienda la opción de no tener hijos, algo por lo demás perfectamente legítimo y que puede obedecer a causas muy diversas. Es que, en un alarde de egolatría propio de quien confunde el éxito en una concreta faceta profesional con la infalibilidad de sus dictámenes, lo hace situando a quienes hemos elegido la opción contraria en un nivel de la escala moral netamente inferior a la altura de la inquietud ecológica desde la que él nos sermonea.
De ese modo se produce una inversión de valores tras la que despunta una taimada intención ideológica. A partir de ahora, resulta que en la circunstancia de ser padres ya no debemos identificar una prueba de generosidad máxima y de entrega incondicional a una nueva vida, como hasta no hace tanto veníamos haciendo, sino un acto reaccionario en sintonía con una opción de vida antimoderna y execrable. Desde el momento en que Almodóvar ha tenido a bien introducir en la penumbra de nuestras humildes existencias unos pocos destellos de su propia luz ilimitada, debemos ser conscientes de que en los desvelos que nuestros padres afrontaron por nosotros —y nuestros abuelos por nuestros padres, y así hasta remontarnos a los inicios de la cadena generacional— no había un ápice de generosidad, ni un átomo de ternura desinteresada, ni un impulso que, por puro amor, contemplara la posibilidad de fundar una familia como un modo de hacer extensivo a otros seres una expectativa futura de felicidad. Lo que en realidad había era un resabio del subconsciente freudiano, una oscura pulsión por dar cumplimiento al apremio irreprimible del ego en los mismo términos en los que se satisface, por ejemplo, un capricho material.
En La condición humana, la filósofa Hannah Arendt nos recuerda que «con cada nacimiento algo singularemente nuevo entra en el mundo». La responsabilidad enorme que implica el ejercicio de la paternidad consiste en asumir el esfuerzo por lograr que ese «algo singularmente nuevo» se dirija hacia la búsqueda del bien compartido y hacia el establecimiento de una relación fructífera y espiritualmene enriquecedora de cada cual consigo mismo y con sus semejantes. Por eso, las palabras de Almodóvar, que condenan de plano esa posibilidad, destilan una tristeza insondable. Son la expresión del espíritu de agotamiento, inanidad y falta de sentido que impregna a tantos de nuestros coetáneos. Son la síntesis del nihilismo que carcome nuestra civilización y aboga por su extinción urgente. Son las palabras de una concepción vital agotada y decadente, de una mentalidad que, pese a adornarse con los oropeles del triunfo y las fanfarrias del reconocimiento multitudinario, alberga la herida de un malestar que, periódicamente, necesita proyectarse sobre quienes todavía custodiamos algún irreductible vestigio de fe.