Miguel A. Rodríguez,
Cada 1º de enero muchos estrenamos propósitos de cambio: cumplir con la dieta que hemos dejado a medio palo, mejorar nuestra rutina de ejercicios, aprender un idioma, colaborar con mayor dedicación con nuestra iglesia, mejorar el carácter, cambiar algunos aspectos de nuestro desempeño laboral, colaborar en alguna acción de voluntariado.
A mi entender estos propósitos muestran un comportamiento positivo. Vemos el futuro como una oportunidad para mejorar. Y eso es bueno.
Una visión positivista de la vida es una gran ventaja personal. El pesimismo promueve la indiferencia y el desentenderse de los problemas: si no puedo ser mejor, ¿por qué me voy a ocupar en mejorar? Pero si puedo ser mejor, mi actitud es la de actuar, de ocuparme en mejorar. Conozco mis limitaciones, mis fallas, pero puedo este Año Nuevo mejorar, porque siempre puedo ser mejor.
El positivismo es también una actitud conveniente para el bienestar social.
Somos libres, y dentro de nuestras limitaciones de tiempo, espacio, conocimientos, inclinaciones y medios podemos moldear el futuro de nuestra sociedad. Una actitud positiva compromete nuestra acción para colaborar con el bien común.
Una actitud positiva frente a nuestra vida y a la sociedad es aún más necesaria en estos años en que vivimos un dramático cambio de época.
Vivimos acelerados cambios en la tecnología y en las costumbres, en la geopolítica y en el mundo laboral, en los roles de las mujeres y los hombres, en la política, en la organización de la familia, del estado, de la Iglesia, de las sociedades intermedias, de las empresas. Pero nuestros modelos mentales de la vida no se han ajustado a esas impetuosas nuevas realidades.
Nuestras circunstancias se vuelven cada vez más inciertas, y eso genera angustia y enojo. Se agiganta la fuerza de las emociones y sucumben la racionalidad y la calma. Con el aparatoso triunfo de algunas personas montadas en las olas de los cambios se incrementa la desigualdad y surgen negativos sentimientos de frustración y de envidia. Se pierde el respeto por el conocimiento y la experiencia.
Una actitud pesimista frente a estas circunstancias favorece las falsas soluciones populistas. El pesimismo facilita que surjan lideratos que aprovechan la frustración y el enojo para ilusionar con soluciones sencillas que nada resuelven, pero que entretienen a los pueblos en un afán de destruir enemigos artificialmente creados como los culpables de los problemas.
Es pues hora del positivismo. De la fe en la capacidad de las personas de cumplir el mandato del primer libro de la biblia: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla». Es hora de actuar, de asumir nuestras responsabilidades con nosotros y con los demás.
La experiencia nos demuestra que muchos de los buenos propósitos personales del inicio de año se abandonan en el camino. Nos falta perseverancia, nos comprometemos con nosotros mismos para mejorar, y no cumplimos con nuestros compromisos.
¿Cómo evitar que igual nos ocurra en el cumplimiento de nuestros compromisos en favor del bien común?
Creo que en ambos casos la respuesta estriba en el amor.
El amor a mi mismo me da fuerza para perseverar en las acciones para ser mejor. El amor a los demás es la fortaleza que me permite no desfallecer en la procura del bien común.
Fuimos creados por un acto de amor y para el amor. Los cristianos sabemos que Dios nos ama al extremo de hacer nacer a Su Hijo en un portal de Belén. El amor de Dios que está en cada uno de nosotros es la fuerza para no desfallecer en la lucha por mejorar nuestra vida y la vida de todos los demás, en especial de quienes de más cosas carecen.
Positivismo como actitud, amor como fuerza deben sostener nuestra respuesta a los retos que en este nuevo año vive nuestra querida América.