jueves, noviembre 28, 2024

Aplausos

Enrique García Maíquez,

Viendo al parlamento español aplaudir a Petro —con las 52 excepciones loables—, he recordado a Ernst Jünger. Decía el escritor alemán que no podemos evitar que nos escupan en la solapa, pero sí que nos palmeen la espalda. Esto es, que los enemigos son, a menudo, inevitables, y sus insultos y desprecios qué les voy a contar yo (ni Jünger) a ustedes. Pero siempre nos queda la reserva de dignidad de no alternar amigablemente con personajes detestables.

Una de las páginas más emocionantes de Juan Ramón Jiménez la escribió con su vida. En 1954, viviendo en el exilio y entre grandes dificultades materiales, su suerte dependía en buena medida del escritor Segundo Serrano Poncela, implicado en las matanzas de Paracuellos, que tenía mucho mando en la universidad de Puerto Rico. El republicano JRJ, sin embargo, se negó a saludarlo: «No he dejado mi país para acabar dándole la mano a un asesino». Qué ejemplo.

A veces, sin embargo, el que nos palmotea por la espalda nos coge por la espalda, precisamente, y no nos deja tiempo de escurrir el bulto. Siempre nos queda la posibilidad de no reírle la gracia. Ni, desde luego, aplaudírsela.

Es el último reducto de la dignidad: no aplaudir a quien no se lo haya ganado. El aplauso es algo nobilísimo: la expresión de uno de los mejores sentimientos humanos, la admiración. Es el idioma del agradecimiento, y su música evoca el latir del corazón acelerado y expansivo. Por eso, si se aplaude lo vil o se hace por razones equivocadas, se cumple el famoso adagio latino: Corruptio optimi, pessima, esto es, la corrupción de los mejores es lo peor.

Aleksander Solzhenitsin en Archipiélago Gulag cuenta la bochornosa ovación cerrada que dieron a Stalin en una reunión en un distrito de Moscú. Nadie se atrevía a dejar de aplaudir enfervorecidamente. Pasaron los minutos y los minutos y los brazos y las manos les dolían pero todos seguían aplaudiendo y vigilándose unos a otros. La cosa se eternizaba como el infierno. Al final, el director de una fábrica de lealtad comunista acendrada paró de aplaudir y todos lo hicieron ipso facto con un gesto de alivio, derrengados. Esa noche, ese hombre fue detenido por la KGB. La historia demuestra cuánta libertad y dignidad hay en no aplaudir o, como mínimo, en parar de hacerlo cuando toque. Negarse lo tiene, aunque no tengamos que arrostrar un final tan dramático.

Es cierto que la diplomacia te obliga a tragarte algunos sapos, como ha hecho el rey Felipe VI, que Dios guarde, con Gustavo Petro. Decía el gran Logan Pearsall Smith que en todo plato social hay un sapo. Por eso mismo, es importante que, cuando uno no tiene la obligación institucional de meter la cuchara en la sopa, no lo haga. Entonces, el que no aplaude representa a todos y resguarda la dignidad del resto, como demuestra la historia del sacrificio de Solzhenitsin.

En general, se aplaude sin ton ni son, como también se ha visto en el Parlamento. A menudo por gregarismo, por inercia, por la costumbre de aplaudir cualquier cosa, por cobardía. En el PP aplauden hasta las pupilas dilatadas de Feijoo en Cádiz. Así se hace daño porque se malbarata algo muy valioso y se transmite el ejemplo de que lo mismo da Juana que su hermana.

Como queremos extender una exigencia ética y estética, vendamos caros nuestros aplausos. Aunque la palabra «vender» es fea en este contexto. Mejorémosla con una paradoja: regalemos nuestro aplauso sólo a quien lo merezca. Hay silencios que son más clamorosos que las ovaciones cerradas; y mucho más necesarios.

Fuente: La Gaceta de la Iberosfera

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