JOSÉ JAVIER ESPARZA,
El presidente del Gobierno ha anunciado formalmente la construcción de un muro —de momento, virtual— para separar a los buenos y a los malos. En el lado de los buenos están él y los suyos; en el de los malos, usted y yo. El lado de los buenos es el de quienes creen en el progreso, la ciencia, la igualdad, el feminismo, el cambio climático, la autodeterminación de género, la diversidad, la globalización, la elasticidad de los textos constitucionales, la democracia, la concordia, el diálogo y la bondad esencial de Pedro Sánchez. En el lado de los malos están los negacionistas (de lo que sea), los agricultores porque arruinan Doñana, los ultraliberales porque no tienen compasión, los católicos porque abusan de los niños, los homófobos, los racistas, los adoradores de Trump y Bolsonaro, los de VOX, los que llevan banderas de España, Isabel Díaz Ayuso, los machistas, los jueces porque son fachas, Feijoo —que aún se pregunta por qué—, los que se quejan porque pagan demasiados impuestos, los maltratadores de animales, etc.
Es posible que no se sienta usted representado en este dibujo tan grosero. No, no proteste: eso es porque usted todavía no ha tomado conciencia de su miserable condición, de la gravedad de sus pecados. Por fortuna, ahí están los medios de comunicación para enseñarnos todos los días que el Pedrismo es el camino, la verdad y la vida. Y cuando descubra usted la realidad, vaya a hacer cola a la puerta del muro, a ver si le dejan entrar. O sea, a ver si Pedro se digna darle un salvoconducto. Porque también de eso habló el presidente: de un salvoconducto. Desgraciadamente, esto no es una caricatura: es la letra casi exacta del discurso de investidura de Pedro Sánchez. He ahí a un hombre que, aupado en la altura de su ego, se dirige al mundo, lo parte en dos y decide declarar la guerra a los desafectos. La operación es realmente impresionante: no se trata de someter al rival, mucho menos de convencerle, sino que el objetivo es, simplemente, expulsarle de la Ciudad. Es el perfecto ejemplo de mentalidad totalitaria. Más precisamente: de mentalidad totalitaria comunista, porque es ésta la que siempre ha cubierto su afán homicida con el epiteto de «democrático», como las Repúblicas Democráticas de Alemania o de Kampuchea.
Como figura de la retórica política, el muro no es tanto una imagen de defensa como una imagen de exclusión. Lo que queda fuera del muro no es un enemigo externo, sino el enemigo interior, es decir, una parte de la propia comunidad política a la que se ha declarado indeseable. Al levantar el muro, el tirano declara que no reconoce a una parte de la población como titular de la ciudadanía, que la rechaza, que la quiere fuera, que no la acepta como pueblo. Eso equivale a decir que pueblo, lo que se dice pueblo, ya no es el conjunto de los ciudadanos, sino sólo aquellos que el poder reconoce como los suyos, los de su tribu. En la historia de las revoluciones modernas es un trámite imprescindible: la revolución francesa excluyó de la categoría de pueblo a todo lo que no fuera «tercer estado», del mismo modo que, después, la revolución soviética caracterizó a los disidentes no como enemigos del partido o del régimen, sino como enemigos del pueblo.
Hay quien piensa —almas cándidas— que semejantes pretensiones no son más que bravatas y que una cosa así no puede ocurrir en sociedades desarrolladas como la nuestra. Esto es infravalorar el gregarismo de las masas, su necesidad de sentirse protegidas o sometidas, y la eficacia del poder para hacer creer que la tiranía se ejerce en nombre del bien. Cuando se erigió el famoso muro de Berlín, dio la vuelta al mundo una fotografía en la que se veía a un soldado de la Alemania comunista abandonando su fusil y saltando las alambradas para pasarse al lado occidental. Aquel soldado se llamaba Hans Conrad Schumann y en lo que entonces se llamaba «mundo libre» fue recibido como un auténtico héroe. Se sabe menos que al pobre Hans Conrad su familia nunca le perdonó, ni siquiera después de la reunificación alemana, porque siempre le consideraron un traidor. El bravo soldado Schumann, moralmente hundido, acabó ahorcándose en 1998, con 56 años, incapaz de superar la frustración por el rechazo de su propia gente.
Es lo que tienen los muros: la gente de dentro llega a pensar que lo que hay fuera es el mal absoluto. Aún peor: la gente que queda encerrada termina creyendo que la libertad es estar ahí, entre esas paredes, del mismo modo que la horda sanchista está convencida de que la democracia consiste en que ella mande siempre, porque no hay más pueblo que los elegidos, y los demás, los réprobos, no merecemos existir. Ese es el proyecto que el otro día, en su estúpida solemnidad, nos anunció el presidente del Gobierno.
Y bien, ha llegado el momento de que los que estamos al otro lado del muro tomemos conciencia. Si de esa gente va a depender, ya nunca más nos dejarán entrar. Así que una de dos: o asaltamos los muros —pero ahí están los antidisturbios de Marlaska, prensa incluida— o construimos nuestra propia ciudad fuera de ellos. Nunca ha estado más de actualidad aquel libro de Ernst Jünger, La emboscadura. Pero de eso hablaremos otro día.