Victor H. Becerra,
Estos días, los mexicanos presencian cómo muere su democracia y cómo su país deja de ser una república democrática, como quien ve un reality show: como si las cosas sucedieran lejos, con morbo pero sin mucho involucramiento.
A punto de dejar la Presidencia, lo que sucederá el próximo 1 de octubre, el presidente Andrés Manuel López Obrador quiere terminar de cumplir lo que fue su grito de guerra y su agenda política desde 2006: “Al diablo con sus instituciones”, dijo entonces. En tal sentido, hoy busca que el nuevo Congreso, electo recién en julio pasado y que inició trabajos este domingo 1 de septiembre, en donde su partido y aliados cuentan con una incontestable mayoría, apruebe una serie de 18 iniciativas, muy variadas, y que van desde sujetar al Poder Judicial a la influencia del Ejecutivo, mediante la elección popular de todos los jueces, magistrados y ministros, con candidaturas propuestas por el partido en el poder, hasta desaparecer una serie de instituciones autónomas, que supervisan y regulan muchas de las actuaciones y decisiones del gobierno, en temas tales como elecciones, competencia y monopolios, transparencia y acceso a la información, análisis de la política social y educativa, etc. Para hacerlo, cuenta con el respaldo y apoyo activo de la nueva presidente electa, Claudia Sheinbaum, y de sus partidarios y algunos partidos satélites, a los cuales incluso les cuesta encontrar argumentos para razonarlas y defenderlas: así de absurdas y peligrosas son. Es pues, digamos las cosas por su nombre: una operación de criminalidad organizada para desmantelar los límites republicanos y los controles constitucionales, a fin de entregarlos al partido en el poder.
Aunque algunos podrían pensar que es un retroceso a la “dictadura perfecta”, denunciada hace 34 años por Mario Vargas Llosa, la verdad es que va más allá: el PRI entonces en el poder no tenía el animo persecutorio ni la intolerancia ideológica del actual presidente y de su sucesora y su partido, tampoco exigía una fe única ni rendía culto al Estado y al presidencialismo como lo hace el actual. Es, simplemente: la trasposición a México de los rasgos más autoritarios y primitivos del llamado “socialismo del siglo XXI”. Es socialismo mexicanizado, chavismo con salsa Tabasco y limón en acción.
Incluso como el chavismo, recurre al esperpento de la “soberanía” y la “democracia” para blindarse y desoír las críticas por dicho proyecto, que vienen desde los gobiernos de EE. UU. y Canadá, senadores estadounidenses, cámaras empresariales y gremiales, el propio Poder Judicial (que se encuentra en paro desde hace 15 días) y los organismos autónomos, universidades, redes sociales y la menguada oposición en México. Inclusive como el chavismo, recurre a llamar “manipulados” y “engañados” a los estudiantes de muchas universidades privadas y públicas que se vienen movilizando en contra del proyecto, en una de las pocas reacciones esperanzadoras de los últimos meses: sí, es chavismo en ciernes, pero enfrente hay grupos ciudadanos activos, críticos y actuantes.
De concretarse el descabezamiento del Poder Judicial y la sustitución de cientos de jueces federales por jueces adictos al gobierno y su partido, el país ciertamente sufrirá. Varias de las reformas propuestas incumplen compromisos internacionales suscritos por México, por ejemplo en el Tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá, el TMEC, que aunque no comprometen en lo inmediato su vigencia, sí debilitan muchísimo la posición mexicana con vistas a su renegociación en 2026: México iría en una posición muy débil y casi dispuesto a cualquier cosa contra sus intereses (como ya sucedió con Donald Trump en 2018), solo para asegurar la continuación del TMEC, el único salvavidas a la mano para la economía mexicana.
Y lo mismo cabe decir para la economía y la sociedad mexicanas: de aprobarse todas las reformas, no será la hecatombe del país, ni un cataclismo, pero asegurará su empobrecimiento y declive progresivo. A Venezuela el chavismo no la destruyó en un día. Y México inicia ese gradual empobrecimiento: unos puntos menos de crecimiento cada trimestre, año con año por desconfianza de inversionistas, por incompetencia y favoritismo de los nuevos jueces o autoridades regulatorias, bastará para que en unos cuantos años los mexicanos sean tan pobres y tan sin esperanzas como los venezolanos.