IVÁN VÉLEZ,
La moción de censura contra el gobierno del aliado del golpismo y de los gestores de los réditos del terrorismo etarra sirvió, entre otras cosas, para evidenciar que, bajo el pretexto de la gestión, el Partido Popular practicará su habitual seguidismo respecto a las cuestiones ideológicas impulsadas por el PSOE. Las críticas vertidas contra el discutido doctor por parte de los populares no dejaron de ser una suerte de pellizcos de monja, si se tiene en cuenta su sentido de voto y sus manifestaciones posteriores. Así las cosas, el turnismo goza de buena salud y sólo hay que esperar a diciembre para conocer a quién situarán en La Moncloa las fuerzas disolventes que el Estado mima mientras mengua.
La moción de censura también sirvió como puesta de largo, así lo señaló Tamames, del proyecto que encabeza la hiperemotiva Yolanda Díaz. Subida al púlpito de la Carrera de los Jerónimos, la Díaz desgranó una serie de vaguedades en lo que respecta a asuntos que un gobernante de España, o un aspirante a ello, no puede soslayar. Sumar, que así se llama el proyecto que construye de manera retórica contra el propio Gobierno del que forma parte gracias a la gracia de Iglesias, se presentó en el Congreso antes de hacerlo ante un enfervorecido público del más variado pelaje en el pabellón Antonio Magariños, feudo de la Demencia y escenario de los brincos juveniles de Sánchez.
El ascenso mediático y demoscópico de Sumar, al que muchos consideran una marca blanca del PSOE capaz de mantener a Sánchez, siempre dispuesto a ceder antes lazis y aberchales, al tiempo que ofrece migajas a marcas turolizantes y existenciales, en el poder, coincide con la erosión de Podemos, herramienta en Madrid de todos los secesionismos e impulsor de leyes que el PSOE aprueba pero cuyos efectos señalan a las crispadas Montero y Belarra, mantenidas en el Gobierno para hacer un trabajo sucio que no debe salpicar al Sánchez más europeísta.
El deterioro de Podemos supone también un baño de realidad para sus cabezas pensantes, singularmente para la de Iglesias, impulsor, en su día, del Pacto de los Botellines. Botellines centralistas, por cierto, pues en cuestiones cerveceras también está España dividida y repartida. Creyendo poder llevarse el voto y las estructuras de Izquierda Unida, Iglesias brindó con el ministro insectófilo y siguió colocando piezas en el Gobierno de coalición. Pero hoy la verdad, desagradable, asoma. El personalismo podemita, su estética aberchalizante, palidece ante la así llamada Fashionaria, ante ese calculado producto que reniega de las sudaderas para enfundarse en costosos vestidos y sofisticados complementos. Imagine el lector a Yolanda Díaz moviéndose entre las tiendas de campaña de aquel 15M del que emergió Iglesias, incapaz de asaltar los cielos y convertido en comentarista televisivo que pugna en la exhibición de citas con quien, como él, está dispuesto a entregar toneladas de soberanía.
La victoriosa opción estética de la azucarada Díaz, en cuyo atuendo, tarde o temprano, acabarán apareciendo los lamparones propios del mundo del que procede, remite a aquel artículo que Gustavo Bueno publicara en noviembre de 2010. Se titulaba «Sobre la transformación de la oposición política izquierda/derecha en una oposición cultural (subcultural) en sentido antropológico» y el tiempo y la Díaz han venido a ilustrarlo. La vieja dicotomía izquierda/derecha hace tiempo que demostró su debilidad. Caído el Muro, en pleno siglo XXI, lo cultural, entiéndase aquí lo vestimental, pesa mucho más que las doctrinas del marxismo ligado al mono de trabajo. A pesar de sus referencias a aquella izquierda definida y arcaica, doña Yolanda se dirige a su verdadero público, el mismo al que hablaba el podemismo vestido de Quechua, esa elite que dispone de tiempo y recursos para discutir acerca del sexo de ángeles laicos y para adaptarse a su verdadero biotopo: las zonas de bajas emisiones.