Arturo McFields Yescas,
El presidente Luis Inácio Lula da Silva inicia su tercer mandato con un intento de golpe de Estado. Una buena parte del país, casi la mitad, no está conforme con su liderazgo. Aunque las imágenes violentas del 8 de enero son similares a las de enero 6 en Washington, existen grandes diferencias que valdría la pena revisar.
¿Qué estaba en juego?
En Brasil no estaba en riesgo el traspaso constitucional y democrático de poder. No. El presidente Lula ya había tendido una toma de posesión pacífica, segura y ordenada. El nuevo jefe de Estado llevaba una semana en el poder, aprobando decenas de decretos y conformado un gigantesco gabinete de 37 ministros. Uno de los más grandes y costosos de la historia de Brasil.
Una protesta simbólica, violenta e inusual. Las sedes del poder legislativo, judicial y ejecutivo estaban prácticamente vacías. Jamás se puso en riesgo la vida de congresistas o del vicepresidente de Brasil. Ojo se cometieron delitos de otra naturaleza, que habrá que investigar, perseguir y castigar con todo el peso de la ley.
No hubo un líder o jefe de Estado al frente de los violentos. En Brasilia, al menos en apariencia, no escuchamos un discurso previo que anunciara y señalara el asalto a la sede de 3 poderes del Estado. Esta es una de las diferencias más marcadas entre lo acaecido en Washington en enero 6 y los eventos de Brasilia en enero 8. El liderazgo y el cargo de quien lo ejerce es clave.
El expresidente Bolsonaro, quien no se encontraba en el país, condenó el asalto a las instalaciones públicas con una relativa tardanza.“Las manifestaciones pacíficas, por ley, son parte de la democracia. Sin embargo, depredaciones e invasiones a edificios públicos como las ocurridas hoy, así como las practicadas por la izquierda en 2013 y 2017, están fuera de la ley”, dijo el exmandatario desde su cuenta de Twitter.
Las fuerzas armadas demostraron su profesionalismo. Las tropas no vacilaron ni un segundo al llamado presidencial, actuando de forma oportuna, arrestando a 1.500 personas en menos de 24horas. Esto dice mucho de la democracia de Brasil y sobre todo de la madurez política de sus instituciones.
El presidente número 39 de Brasil gobierna un país dividido, con heridas que deben sanar. No basta con promover un gabinete multicolor, se necesita diálogo y consenso. El presidente Lula comenzó su mandato diciendo que no iban a quedar impunes “los oscurantistas” y “genocidas de la pandemia”, alimentando el germen de la confrontación y el revanchismo.
Más de 50 decretos presidenciales. Lula inició su tercer periodo presidencial emitiendo decretos para desmontar las decisiones de la administración anterior. No hubo debate, ni se escucharon propuestas. Solo órdenes ejecutivas. Esto no ayuda a construir democracia, en un país donde casi la mitad de la población piensa diferente.
Los dictadores oportunistas. Ante las manifestaciones violentas de Brasil, los dictadores de Cuba, Nicaragua y Venezuela hicieron sendos llamados a respetar la democracia y el Estado de derecho. Lula no ha calificado de dictadura a ninguna de estos regímenes y por el contrario todos fueron invitados a su toma de posesión. Una decisión que tampoco fue bienvenida por sus adversarios.
Muchos rezagos y pocos resultados
Este cuasi intento de golpe de Estado, también tendrá un efecto colateral en la agenda del nuevo presidente. Tiempo, recursos y energía que podría ser dedicado a la agenda económica, medioambiental y social, ahora se diezmará para garantizar la normalización de un país fragmentado.
Los primeros 100 días de Lula lucen inciertos y difíciles, con muchos rezagos y pocos resultados. La experiencia de este líder de 77 años sigue siendo su mayor capital para sortear con éxito las adversidades y animadversiones en el país más grande de América Latina.