HUGHES,
El futbolista Neymar ha tenido que pedir perdón a su novia en Instagram por una infidelidad. A ofensa pública, disculpa pública. Bruna Biancardi, que así se llama ella, había accedido a una relación abierta con tres condiciones: que con otras él usara preservativo, que no lo fuera publicitando y que no besara en la boca. Cláusulas leoninas que Neymar no pudo cumplir.
A mitad del siglo pasado, en contestación a la condesa de Campo Alange y su «Secreta Guerra de los sexos», Eugenio D’Ors propuso unas bases para alcanzar la «paz práctica» entre sexos. «El imperio ha de nacer de la vigencia de la noción de honor. La deshonra –sanción de índole más bien estética que ética- ha de alcanzar a quien vulnera (…) la norma de su propio arquetipo». El honor se convertiría así en regulador cultural de la conducta entre sexos, guía de maneras: la deshonra lleva siempre al ridículo, a tener los pantalones por las rodillas.
Hace unos meses, María González escribía en Ideas sobre la mujer desde una antropología católica, no feminista, y acababa preguntándose si el problema de la mujer no sería también el hombre, si el hombre cumple su parte. No se trataría del patriarcado sino de una insuficiencia distinta; el hombre estaría faltando a su deber de custodiar la dignidad femenina. Ella hablaba del «auténtico caballero», el caballero formado en el corazón de Cristo con las virtudes necesarias para ensalzar a la mujer.
¿Y si la mujer necesitara de un caballero cristiano? Esa sería la alternativa al feminismo, la manera de liberarla de eso: el caballero cristificado, decía ella, que era, precisamente, el estilo del español, el ser de España, el ideal y símbolo de la Hispanidad para García Morente: «El español es y será siempre el caballero cristiano».
Con la restitución de esta figura, España vería renacido su ideal humano, vivificado su ser, y el hombre (la Hispanidad toda) podría liberar a la mujer del feminismo, del anglofeminismo infructuoso con un nuevo ‘contrato’.
Suena bien (siempre suena bien en la partitura), pero estamos lejos de ello. La propia palabra ‘caballero’ se desprestigia. Incluso empieza a sonar a insulto. Así ha ocurrido en Málaga, donde una cajera de supermercado ha sido acusada de transfobia por una trans: «Me llamó caballero varias veces». El caballero tránsfobo ya invita a la prudencia, pues es legalmente «vejatorio», y además está el caballero que dice la policía que es un caballero paradójico que no eleva al ciudadano a la hidalguía sino que lo infantiliza: «Caballero, caballero: la mascarilla». Dicho muy rápido, y con un tono de desganada reprimenda, como si chistaran.
Así que para resolver asuntos de gran enjundia, asegurar el estilo español y ofrecer una alternativa hispana al feminismo, hemos de recuperar la palabra caballero. Rescatarla. Y luego ya (¡no habrá excusas!) cumplir el clausulado.