Me despierto con la impactante, y en cierto modo esperada, noticia de que el pueblo chileno votó 60-40 en contra de la aprobación de la nueva Constitución. El Rechazo se convirtió en el clamor, impulsado en parte por la obligatoriedad del sufragio, de un sector mayoritario de la sociedad chilena, que va desde la derecha hasta la izquierda moderada, en cuanto a posiciones políticas se refiere, pero que al mismo tiempo abarcó un espectro importantísimo de la sociedad civil que se abocó a plenitud al ejercicio ciudadano, más allá de las fronteras de los partidos políticos.
Hay que hacer un esfuerzo importante para entender la complejidad de la situación chilena. El plebiscito convocado por el entonces presidente Piñera obtuvo un apoyo muy importante que obligó por mandato popular a la redacción de un proyecto de Constitución. Eso y la llegada de Gabriel Boric a La Moneda parecía augurar no solamente el fin de la Constitución aprobada en los tiempos de Pinochet, sino también del ambiente de entendimiento que condujo a la Concertación y al fin de la dictadura pinochetista. En cierto modo, muchos demócratas en el continente y en otras latitudes fueron apresurados en pronosticar que Chile había caído presa de otro asalto del populismo autoritario, siguiendo el sendero de Cuba, Perú, Bolivia, Nicaragua y Venezuela, y, en cierta medida, de México y Argentina. Los mapas rojos comenzaron a circular en las redes y un ambiente de hondo pesimismo se respiraba en muchos ambientes.
Pero Chile y su pueblo nos han dado una grata sorpresa. La pretensión de Boric y sus aliados de transformar a Chile en una entidad plurinacional, prescindiendo de lo que significaba la percepción del espíritu nacional y los valores históricos de la nación, fue la estocada fatal del proyecto de Constitución. A ello se le unió la idea de eliminar el Senado y de gerenciar lo que se percibía como una representación privilegiada y exagerada de las minorías indígenas. La lectura y el análisis a distancia permitían también entrever aspectos muy positivos del proyecto, especialmente su contenido ambientalista. Pero los elementos divisivos fueron suficientes para galvanizar una respuesta masiva de rechazo al proyecto. Vale la pena un comentario adicional sobre la materia: me cuento entre quienes están convencidos de que los temas de igualdad de género y de corregir todo tipo de discriminación con base étnica, religiosa o de estatus social deben ser enfrentados con decisión por todos quienes defendemos la democracia. Ello es así, no solamente por un tema de dignidad humana, sino porque la exclusión social y económica termina por ser el caldo de cultivo ideal para que el populismo y el autoritarismo, enemigos letales de la democracia, se alcen y usurpen la narrativa y el lenguaje del cambio. Estoy absolutamente a favor de la creación de oportunidades y de que la única exigencia a cambio sea la construcción de ciudadanía responsable. Dicho todo esto, estoy en total desacuerdo con que la corrección de la exclusión sea utilizada demagógicamente con fines políticos, generando una situación de privilegios y una retroalimentación del resentimiento que agravan la polarización social y se constituyen en amenazas para la democracia y la libertad.
La buena nueva es que Chile tiene una extraordinaria y renovada oportunidad para darse una Constitución que unifique a la nación. No es realista ni posible pensar que se puede ahora producir una imposición del sector de la sociedad que se opuso al proyecto de Constitución. El mismo Boric ha asumido sin cortapisas la derrota y el mandato popular para buscar el acuerdo de la nación. En un discurso muy inteligente inmediatamente después de la elección, el presidente de Chile lanzó una convocatoria urgente a la nación a reencontrarse. Que eso se traduzca o no en una realidad no depende solamente de él sino de que los diferentes sectores de la sociedad chilena no continúen jugando a la peligrosa y destructiva polarización.
Lo ocurrido en Chile es un triunfo innegable de la política asumida con vigor por la ciudadanía a través de los partidos y, notablemente, de la sociedad civil. Una lección del concepto de cohabitación, entendido en su sentido positivo, que el secretario general de la OEA ha defendido como una alternativa para Venezuela. No tengo dudas de que Almagro es un amigo fundamental de Venezuela y su causa, pero lo que se ha hecho posible en el Chile de hoy, lo es porque el gobierno de Chile no es una dictadura de facto y porque existen instituciones civiles, judiciales y electorales independientes. Es cierto que en Chile se ha reivindicado el poder del voto para detener un proyecto divisivo para la nación, pero este hecho innegable debe ser analizado en su conjunto. En casos como el de Venezuela, la compleja verdad es que el voto puede ciertamente ser usado para debilitar al autoritarismo, pero se requiere un ejercicio de realidad política y de unidad que tanto el secretario Almagro, como los venezolanos, le exigen a la errática dirección política de la oposición venezolana.
Por lo pronto, y para la que siempre será una segunda patria para mi: mis respetos, Chile.