La asociación JUCIL difundió hace poco unas imágenes que corrieron por las redes como la pólvora. Mostraban a la Guardia Urbana de Barcelona retrocediendo ante unas decenas de “manteros” que les arrojaban objetos y zarandeaban los torniquetes del metro de la Ciudad Condal. Algunos pasajeros, viendo la que se avecinaba, aceleraban el paso mientras los policías se protegían tras una esquina. Totalmente equipados, dotados de cascos y defensas, los agentes de la autoridad eran los que se escondían dejando el campo libre a los violentos.
Otro vídeo que circulaba más o menos en esos mismos días mostraba a dos vigilantes de seguridad reduciendo a un joven mientras los rodea un grupo de personas que graban la intervención y les increpan. Debía de haber algunos extranjeros presentes porque algunos les gritan en inglés que tengan cuidado. No sirve de mucho que uno de los vigilantes diga que “está robando, ¿eh?”. Ellos aparecen como los sospechosos y el sospechoso parece, en realidad, la víctima.
En un tiempo de emotivismo y sensiblería, imponer la ley es más impopular que quebrantarla
Son solo dos ejemplos de los contenidos que generalmente no se ven en los medios de comunicación, pero que proliferan en los canales alternativos a pesar de la censura de contenidos. Su interés informativo, a mi juicio, resulta evidente, pero creo que es aún más interesante lo que revela sobre nuestro tiempo: es más importante dar pena o parecer débil que tener razón. En un tiempo de emotivismo y sensiblería, imponer la ley es más impopular que quebrantarla. El temor a la acusación de racismo o de brutalidad es asfixiante.
En efecto, el pensamiento “woke” —la ideología de los talibanes de las pretendidas luchas sociales— ha encontrado en la Policía y, más en general, en lo que en España llamamos Fuerzas y Cuerpos de seguridad del Estado, el chivo expiatorio de su descontento. En los Estados Unidos, se ha llegado a exigir la disolución de la Policía so pretexto de buscar soluciones alternativas a la delincuencia; por ejemplo, invirtiendo más en programas “sociales”. Naturalmente, esto no funciona porque, al final, los delincuentes campan por sus respetos y son los ciudadanos que cumplen la ley quienes sufren el caos y el desorden.
Sin embargo, hay otro aspecto que suele pasar desapercibido: no todos los detenidos gozan de esa presunción de “víctima de abusos policiales”. Por ejemplo, en Canadá, hace apenas seis meses, a los camioneros en protesta contra la exigencia de “pasaportes Covid” para moverse por todo el territorio nacional los reprimieron con dureza y apenas tuvo eco en los medios. Ninguna de las ONG habituales alzó la voz para denunciar el uso de la fuerza contra esos trabajadores autónomos que se manifestaban, ellos sí, pacíficamente. Al contrario, los presentaron como enemigos sociales. Bloquearon las cuentas a través de las cuales podían recibir donaciones. Se difundieron toda clase de estudios sobre los costes que su huelga estaba provocando y sobre los perjuicios que causaban por doquier. A ellos nadie les dio el beneficio de la duda.
A unos se los legitima por la supuesta pobreza. A otros se los estigmatiza por resistirse a que los hundan en ella
Tampoco se lo han dado a los agricultores de los Países Bajos que protestan contra las políticas pretendidamente ambientalistas de su Gobierno. Los límites a las emisiones de nitrógeno que se les quieren imponer expulsarán a muchos de ellos del mercado a pesar de que llevan años reduciendo emisiones y hay muchas otras industrias más contaminantes. So pretexto de una “emergencia ambiental” se los quiere condenar a la pobreza material. Por supuesto, les han ofrecido subsidios, que otros pagarán. Los agricultores, por ahora, no los han aceptado. Mientras tanto, sufren la misma campaña de estigmatización que sufrieron los camioneros canadienses. Sus protestas suelen consistir en conducir lentamente los tractores por las carreteras, en cortes y bloqueos y en manifestaciones. Nada que ver con movimientos como Black Lives Matter. En sus protestas no hay saqueos ni se quema nada, pero eso no ha impedido que la Policía haya disparado incluso tiros al aire para disolverlos.
A ellos tampoco se los considera víctimas a pesar de que la Agenda 2030 amenace con sumirlos en la pobreza. Hace unos días Carlos Esteban denunciaba en estas páginas cómo se hundió Sri Lanka debido a las políticas que ahora quieren imponer en los Países Bajos.
La ley, desvinculada de la justicia, pasa a convertirse en un instrumento más para imponer unas determinadas políticas
Así, hay un doble rasero en la construcción social de la “victima de abuso policial”. Algunos —el ladrón, el vendedor de mercancía falsificada— pueden gozar de la pretendida legitimidad que les da parecer débil frente a la intervención policial. Otros en cambio —el camionero canadiense, el agricultor neerlandés— aparecen caricaturizados como ignorantes, violentos o insolidarios. A unos se los legitima por la supuesta pobreza. A otros se los estigmatiza por resistirse a que los hundan en ella.
Al final, son los promotores de la Agenda 2030 quienes salen ganando en ambos casos. Las sociedades divididas y traumatizadas son las más vulnerables a las políticas globalistas. Naomi Klein, uno de los símbolos del pensamiento progresista antiglobalización allá por los primeros 2000, lo describió en “La doctrina del shock” (Paidós, 2007). Todo lo que sirva para enfrentar a los ciudadanos entre sí les es útil, ya sean los movimientos de desestabilización de Occidente (Black Lives Matter y similares) ya sean las medidas de restricción de movimientos o la imposición de determinadas conductas (toques de queda, confinamientos, etc.). La ley, desvinculada de la justicia, pasa a convertirse en un instrumento más para imponer unas determinadas políticas. En esta misma línea van los intentos de convertir a la Policía en un instrumento en contra de los ciudadanos y no en un cuerpo a su servicio con sometimiento a la ley en un marco de Estado de derecho. Es lo que están intentando hacer en Canadá y los Países Bajos contra los camioneros y los agricultores respectivamente.
El doble rasero que vemos es parte de esa estrategia de alienación y fractura de nuestras sociedades
Por cierto, también los cuerpos policiales sufren la ideología “woke” en sus carnes. Que se lo pregunten, por ejemplo, a los guardias civiles injustamente acusados de la tragedia del Tarajal en Ceuta. Cuando hay una tragedia en la valla de Melilla y mueren personas que intentan saltarla, nunca faltan los activistas que cuestionan la actuación de los funcionarios españoles, pero no se preguntan por las organizaciones de trata de seres humanos ni por la complicidad de ciertas ONG que, en realidad, fomentan la inmigración ilegal. Tampoco se interesan, huelga decirlo, por las lesiones de los policías y guardias civiles heridos.
Por eso, además de las legítimas preguntas sobre la aplicación de la ley y sus límites, pregúntese a quién beneficia que todas las formas de comunidad humana, desde la familia hasta la nación, así como sus símbolos —piensen en los ultrajes a la bandera, por ejemplo— estén bajo asedio en nuestros días al tiempo que se trata de sustituirlas por “identidades” y “colectivos”. El doble rasero que vemos es parte de esa estrategia de alienación y fractura de nuestras sociedades. Hay verdaderos delincuentes a los que se trata como víctimas y verdaderas víctimas a las que se trata como criminales. Mecanismos de control social como la censura, el estigma y la propaganda -entre otros- sirven para modular ese proceso de ruptura y enfrentamiento.